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Médico Internista e Intensivista, y estudioso de las Santas Escrituras (La Biblia), y un predicador incansable del verdadero monoteísmo bíblico, y sobre todo, del mensaje o evangelio del Reino de Dios, que es la única esperanza que tiene este mundo para sobrevivir a su destrucción total.

martes, 16 de marzo de 2010

EL PENSAMIENTO DE LACUNZA: EL REGRESO DE CRISTO Y EL REINO


Lacunza vertió en su libro “La Venida del Mesías en Gloria y Majestad” su visión del fin de los tiempos, la que incluye el gobierno de Cristo en la Tierra antes de la Resurrección Universal, la que sobrevendría sólo después de dicho gobierno y no simultáneamente junto a su venida, como postula el sistema ordinario vigente.

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Por Fredy Parra C. *

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Manuel Lacunza define su línea de pensamiento específicamente milenarista al resumir el sistema que propone: “Jesucristo volverá del cielo a la tierra, cuando sea su tiempo: cuando lleguen aquellos tiempos y momentos, que puso el Padre en su poder (Hch 1,7)… Vendrá no tan de prisa, sino más despacio de lo que se piensa. Vendrá a juzgar no solamente a los muertos, sino también y en primer lugar a los vivos. Por consiguiente, este juicio de vivos y de muertos no puede ser uno solo, sino dos juicios diversísimos, no solamente en la sustancia y el modo, sino también en el tiempo. De donde se concluye (y esto es lo principal a que debe atenderse) que ha de haber un espacio de tiempo bien considerable entre la venida del Señor, que estamos esperando, y el juicio de los muertos o resurrección universal” (M. Lacunza, La Venida del Mesías en Gloria y Majestad (4 Tomos), Ed. C. Wood, Londres, 1816, I, pp. 53-54). El juicio sobre los vivos tendrá entonces lugar en el espacio y el tiempo donde se cumplirán las profecías de paz y justicia universal que se anuncian en las Escrituras. Después de convertir en reino propio de Dios a los diversos reinos sociopolíticos existentes, después de desarrollarse en plenitud el plan de Dios para la historia, Jesucristo podrá ofrecer su reino en las manos del Padre (1 Co 15, 23-26). En esto reside la principal diferencia con el sistema ordinario vigente que sostiene que inmediatamente después de la segunda venida del Señor se seguirá sin ningún intervalo de tiempo la resurrección universal y el juicio universal. Pero Lacunza también advierte sobre las diferencias de alcance cristológico implicadas en su tesis central. Por lo mismo, distingue claramente dos tiempos y dos misiones en el único Mesías.El autor piensa que todo cuanto hizo Cristo en su primera venida se incluye dentro de los límites de su oficio sacerdotal y doctoral, y, en consecuencia, no es posible interpretar sus dichos y acciones en términos de la potestad real. Las referencias del Jesús histórico al reino reciben en Lacunza una interpretación exclusivamente futura. El autor no niega que Jesús se haya referido al reino en términos de algo ya presente, pero puntualiza que en esos casos se refiere al “evangelio del reino”, y no al reino mismo. Ahora bien, el evangelio del reino, “esto es, noticia, buenas nuevas, anuncio, predicación del reino” constituye una invitación al reino que tendrá lugar en el futuro, la predicación de la fe y la justicia, la exhortación a llevar una vida conforme a los valores del evangelio y a vivir en la vigilancia que corresponde a quien espera ansiosamente la venida del Señor.
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Esos mismos criterios afectan radicalmente la visión eclesiológica de nuestro autor. En efecto, dedica capítulos importantes de su obra a demostrar que la Iglesia, siguiendo a su Maestro en su misión sacerdotal y doctoral, no puede identificarse ni total ni parcialmente con el reino y subraya que su misión ciertamente es ser fiel al Señor, preparando a los hombres para el reino futuro de Cristo, para lo cual debe consagrarse a su misión moral y espiritual, lejos de toda confusión con los poderes políticos mundanos. Antes de seguir, cabe recordar que la obra de Lacunza fue colocada en el Indice en 1824 y que a mediados del siglo XX la doctrina misma es cuestionada y luego de una consulta, el Santo Oficio, en decreto del 21 de julio de 1944, responde: “El sistema del milenarismo mitigado no puede enseñarse con seguridad” (DS, 3839).

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Crisis y fin de la historia actual

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Según Lacunza, los mismos evangelios entregan una clara visión de lo que sucederá en todo el tiempo que debe mediar entre la primera y la segunda venida de Cristo. En efecto, aunque se predicará el evangelio por todo el mundo (Mt 24,14), en resumen, “habrá siempre una grande oposición, y aun guerra formal, y continua entre la justicia y la paz [...] Y una casi continua adversidad contra “aquellos que quieren vivir piadosamente en Jesucristo” (Ibíd., IV, pp. 263-264). Al concluir su análisis de la profecía de Daniel (Dn 2) el autor se expresaba de un modo semejante: “por un espacio de más de 2300 años, se ha venido verificando, “lo que comprehende, y anuncia esta antiquísima profecía [...] Lo formal de la estatua, es decir, el imperio y la dominación”, constituye la característica más propia del tiempo actual y “no falta ya sino la última época, o la más grande revolución, que nos anuncia esta misma profecía” (Ibíd, I, pp. 293-294). En la historia hay una incesante lucha entre las fuerzas del bien y del mal. Este eón es un escenario donde se depliegan fuerzas opuestas y donde triunfa, finalmente, la dominación y la injusticia. En la interpretación lacunziana, la dominación es política (el cuarto reino: las monarquías europeas absolutistas en crisis al final del siglo XVIII) y es religioso-espiritual (las falsas religiones y el falso cristianismo aliado de la nueva “religión” que eleva la razón). Al fin del siglo, en medio de una intensa crisis, el anticristianismo alcanzará su paroxismo. Pero también crece y se mantiene el cristianismo auténtico; siempre habrá testigos que resistan y den testimonio de su fe en Cristo. El eón presente sólo puede manifestar ambigüedad. La parábola del trigo y la cizaña es la más adecuada para expresar esta radical confusión que reina en la historia. “En una palabra, habrá siempre cizaña, que oprima y no deje crecer ni madurar el trigo” (Ibíd., IV, pp. 264). Es interesante observar que en Lacunza la dialéctica del trigo y la cizaña afecta al mundo, a la sociedad y a todas las religiones. El cristianismo no está amenazado sólo por fuerzas externas, sino también, y principalmente, por una falsificación que puede venir desde dentro. Precisamente, uno de los rasgos esenciales del anticristianismo es que el mal toma la apariencia del bien.

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Concluidos los tiempos y momentos “que el Padre puso en su poder” y estando la historia sometida al misterio de la iniquidad, con excepción de algunos individuos, llegará finalmente el día del Señor. Tras la resurrección de los santos, los que han dado testimonio de su fe y justicia, y en medio de una conmoción que habrá en la tierra, perecerá gran parte del linaje humano que estuvo comprometido con el complejo anticristiano. Terminado este primer acto del juicio, perteneciente a la justicia vindicativa, comenzará el juicio o reino (el milenio) tan esperado. Habrá entonces un fin de este mundo histórico, un fin de siglo. En palabras de Lacunza, el fin del siglo se refiere al término del día actual de la humanidad, del actual tiempo histórico, o siglo presente.

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Esperanza futura del Reino de Cristo

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Esta esperanza se funda en las promesas de Dios, esto es, en una palabra de Dios manifestada en el pasado y por medio de la cual se garantiza un futuro de salvación y vida. Este Dios, Señor de la historia, tiene el poder de cumplir su palabra y llevar la historia al cumplimiento de las metas por él trazadas. Sin negar el contenido de las promesas más antiguas, Lacunza resalta que la esperanza veterotestamentaria es, sobre todo, una esperanza de restauración plena. Destaca la necesidad de un nuevo Exodo. Tras la época de desgracia y opresión en la que el pueblo judío se encuentra desde el tiempo del Destierro, advendrá una liberación nacional y política y una purificación religiosa digna del pueblo escogido por Dios. Tal esperanza presupone la desintegración de la nación judía. Según el autor, después de dieciocho siglos de civilización occidental, el pueblo judío aún se encuentra desterrado de su patria, disperso por el mundo, privado de su condición de pueblo de Dios y sometido a toda suerte de injusticias y tribulaciones. Israel será restablecido como pueblo, como nación libre y soberana, y como pueblo-de-Dios, como Esposa que se convierte al Mesías, a Jesús. La esperanza de restauración futura desborda los límites nacionales y las expectativas políticas y religiosas de Israel. Las Escrituras aseguran que ha de llegar un día, siglo o tiempo en que toda la humanidad sea bendita en Cristo, todos crean en El y lo amen. Habrá, en suma, una fe universal en Cristo, el Hombre-Dios y Mesías (Gn 12, 1-3; 18, 18; 22, 18; Ga 3, 16; Sal 72.86-9-10; Is 11, 9; Dn 2, 35; 7, 14-27; Za 14, 9). Junto con una fe universal, las Escrituras muestran la esperanza de una justicia universal jamás vista en el orbe (ls 65; 2 P 3, 13). Además de la realización universal de la fe y la justicia, se ha prometido un estado de concordia y paz universal (ls 2,1-4). La humanidad vivirá sin violencia política ni económica, sin esclavitud ni opresión.

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Es más, la esperanza futura adquiere dimensiones cósmicas y acaba abrazando la creación entera. Según el autor, la tierra también será restaurada y retornará a su perfección original. La esperanza futura no se puede disociar de una transformación cósmica. Mundo humano y no humano están radicalmente unidos y juntos participan del proyecto salvífico y liberador de Dios. Por tanto, la naturaleza está envuelta en el destino presente y futuro de la humanidad. Cielos y tierra volverán a un estado tan bueno como lo fueron primitivamente y serán liberados de la corrupción que se introdujo a causa del pecado de la humanidad. En una palabra, según nuestro jesuita, “los nuevos cielos, y nueva tierra, o el mundo nuevo que esperamos después del presente debe ser sin comparación mejor que el presente, y esto no solamente en lo moral, sino también en lo físico y material” (Ibíd., IV, p. 81).
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Bienaventuranza eterna

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El reino mesiánico, el “milenio” propiamente tal, que podrá durar un número indeterminado de siglos, es la penúltima época en la concepción de Lacunza, ya que tras una crisis definitiva acabará la historia y se dará paso a la última época: la vida eterna, después de la cual no hay otra. Tendrá lugar “el fin de los viadores, o de la generación y corrupción” porque no admite la idea de un fin de mundo como una suerte de aniquilación. Acontecerá el juicio y resurrección universal de todos los muertos, con la correspondiente condenación o salvación eternas. Cristo colocará el reino en manos del Padre y así será Dios todo en todo (1 Cor 15, 28).

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En la única experiencia de la gloria, Lacunza distingue dos aspectos esenciales: el que llama “accidental”, que corresponde a la contemplación y gozo vital de la naturaleza, y el “substancial”, que corresponde a lo que normalmente se entiende por visión de Dios. Para concebir de algún modo la grandeza y extensión del reino de los cielos, o del reino de Dios, y de su felicidad (por ahora incomprensible), el autor convida a que contemplemos el cielo estrellado y apreciemos su inmensidad y belleza admirables. En fin, todo el espacio sideral que nos rodea, con sus cuerpos y orbes visibles e invisibles, todo ello es la herencia eterna del Hombre-Dios, Cristo Jesús y, por consiguiente, de todos sus hermanos menores, los coherederos, especialmente después de la resurrección universal. Esta participación en la herencia del universo material se unirá a la visión fruitiva de Dios. Además, la observación y fruición de las obras de Dios no producirá distracción de la visión y fruición del Sumo Bien, es decir, de Dios mismo, al que, por lo demás, encontrarán en todas partes. Lacunza integra en su concepto de la bienaventuranza eterna la corporalidad, articulando el teocentrismo con una visión antropológica en su idea de la eternidad.

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Por otra parte, aun concediendo que el reino de Dios sea el universo entero, es preciso admitir algún lugar determinado, físico y real, entre todos los innumerables orbes, donde resida normalmente el Supremo Rey, de donde irradie eternamente la luz hacia todos los lugares del reino definitivo. El centro de unidad de un reino tan extenso estará, sin duda, en un lugar determinado del universo: este lugar privilegiado será el mismo en el que ahora habitamos, es decir, la tierra. Para fundamentar esta aseveración el autor presenta dos razones claves: Jesucristo es de esta tierra, aquí nació, aquí se hizo hombre, aquí enseñó su evangelio, aquí experimentó la injusticia de la cruz. Y lo mismo se puede decir de los coherederos: aquí padecieron por Él y sufrieron por causa de la justicia, aquí fueron, por lo mismo, atribulados y perseguidos. Luego, aquí mismo, en esta misma tierra donde tanto abundó la iniquidad, deberán gozar eternamente el fruto más que céntuplo de todo lo que supieron sembrar.

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Doctor en Teología. Profesor de la Facultad de Teología de la Pontificia Universidad Católica de Chile.