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Médico Internista e Intensivista, y estudioso de las Santas Escrituras (La Biblia), y un predicador incansable del verdadero monoteísmo bíblico, y sobre todo, del mensaje o evangelio del Reino de Dios, que es la única esperanza que tiene este mundo para sobrevivir a su destrucción total.

martes, 22 de abril de 2008

LA GLORIFICACIÓN DE CRISTO Y DE LOS CREYENTES

Por el Dr. Javier Rivas Martínez.

«Pero dirá alguno: ¿Cómo resucitarán los muertos? ¿Con qué cuerpo vendrán? Necio, lo que tú siembras no se vivifica, sino muere antes » (1 Co.15:35-36).

Glorificar. (Del lat. glorificāre). tr. Hacer glorioso algo o a alguien que no lo era.

Para que el verdadero creyente pueda ser resucitado para vida eterna o si éste vive y está en Cristo, tendrá que ser previamente trasformado o glorificado para tal efecto (1 Co.15:51-52). Es imposible que el creyente no sea glorificado cuando Cristo venga al mundo por segunda vez, ya que se requiere un cuerpo idóneo para reinar con él todo un largo milenio en una Tierra ya regenerada para entonces (Mt.19:28), y para toda una eternidad después que Cristo entregue el Reino al Dios Padre (1 Co.15:24). Si los muertos en Cristo no son glorificados en el día de su resurrección (Jn.5:5:29a), sus cuerpos estarían propensos a morir de nuevo y sufrir disgregación por los procesos naturales de descomposición. No serían aptos para entrar al Reino Milenial en la Tierra, ni tener posibilidad alguna para llevar una vida por toda la eternidad con su Creador. En la actualidad, como Hijos de Dios, poseemos cuerpos terrenales (1 Co.15:40), que son mortales y corruptos por el pecado (1 Co.15:42) pero que serán trasformados en el futuro (Fil.3:21).

Cuando Pablo se refiere al cuerpo espiritual (1 Co.15:46), no trata de decir que será incorpóreo o etéreo en su glorificación o en su transformación perpetua. Sencillamente indica que el cuerpo tendrá características celestiales («la imagen celestial», 1 Co.15:49), como Cristo las tuvo en el momento de su resurrección (Mr.16:6; Ro.1:4; 10:9). Cristo negó ser un espíritu incorpóreo:

«Mirad mis manos y mis pies, que yo mismo soy; palpad, y ved; porque un espíritu no tiene carne ni huesos, como veis que yo tengo» (Lc.24:39).

Cuando Cristo fue levantado del frió y bruno sepulcro, poseía un cuerpo de carne y huesos (Jn.24:39), pero la diferencia entre un cuerpo mortal y terrenal y el suyo es que había un cambio de transformación gloriosa por el poder de Dios para no sufrir corrupción jamás después de su resurrección (Hech.2:24-31). La Biblia dice que cuando Cristo se manifieste visiblemente al mundo, en su segunda venida poderosa, seremos semejantes a él; y se cumplirá en el momento del descenso del Hijo del Hombre a la Tierra (1 Ts.4:16.17; Mr.13:26-27; Lc.21:27; 1Jn.3:2; Ap.1:7).

La Biblia además da entender con claridad que el acto de la resurrección gloriosa no trasformó a Cristo en otra ser, sino que siguió siendo precisamente la misma persona u hombre, pero en una condición diferente. Cuando Cristo regrese a juzgar a los hombres de todas las naciones de la Tierra (Mt.25:30-46) y a reinarlo con poder (Sal.2:6-9; Dn.2:44; 7:13-14; Ap.2:26-27), será indudablemente como un hombre hecho y derecho (1 Tim. 2:5), pero en un estado de glorificación que lo hacen corporalmente diferente hogaño al resto de los individuos mortales que integran la humanidad.

Para Cristo las puertas y paredes no eran obstáculo para su nueva condición corporal (Jn.20:26), pudo ser tocado en esa forma (Lc.24:39), pudo comer con su cuerpo glorioso (Lc.24:41-43), ascendió al cielo en ese estado sobrenatural (Lc.24:51).

En el levantamiento y juicio de todos los impíos y perversos, al final de las cosas creadas (Ap.20:11), la Biblia no detalla que sus cuerpos serán glorificados en su resurrección de condenación (Jn.5:29b). Posiblemente sean levantados íntegramente, con cuerpos normales, y luego del juicio, lanzados al Infierno de Fuego para ser aniquilados o destruidos definitivamente (Ap.20:12-15).

El movimiento gnóstico que logró mimetizarse en el cristianismo de los tres primeros siglos de nuestra era, se centra en que toda materia es inherentemente mala. Es por eso que rechaza que Cristo, como Hijo puro de Dios, haya tenido un cuerpo humano. Los gnósticos, en este caso, los docetitas (dokeo, gr., que significa parecer), argumentaban que Jesús aparentaba tener un cuerpo humano. Que solamente era una aparición, un espectro; es por eso que Juan en su primera epístola, los combate violentamente. Por otra parte, el gnosticismo cerintio declaraba que «un Cristo divino descendió sobre un Jesús humano en el momento de ser bautizado y que lo abandonó poco antes de su crucifixión».

La Biblia nunca menciona que Cristo fue un ser etéreo o fantasmal después de su resurrección. Más bien dice que Cristo negó ser un espíritu, y dijo tener un cuerpo de carne y huesos. En el bautismo del Señor Jesús, el Espíritu de Dios, el del Padre, y no de un un supuesto «Cristo divino», vino sobre él en forma corporal, como paloma, para prepararlo para su obra poderosa de milagros y de salvación que llevó a cabo en la tierra de los vivientes pecadores y condenados (Is.61:1-2; Mt.12:28; Lc.3:22; 4:1, 18-19; Ro.3:23).

El Cristo resucitado dijo a sus discípulos ser la misma persona que conocieron antes ( « ..que yo mismo soy...», Lc.24:39). No fue una figura mística, avatar o eón después de su resurrección, ni tampoco antes. Así como Cristo fue glorificado en su resurrección, los creyentes que han muerto lo serán por igual, y si viven, serán trasformados en gloria también, en el día en que Dios juzgará por Jesucristo los secretos de cada uno de los hombres de la tierra en su segunda venida poderosa, en las nubes del cielo (Ro.2:16; Mr.13:26; Ap.1:7).

«Una es la gloria del sol, otra la gloria de la luna, y otra la gloria de las estrellas, pues una estrella es diferente de otra en gloria. Así también es la resurrección de los muertos. Se siempre en corrupción, resucitará en incorrupción. Se siembra en deshonra, resucitará en gloria; se siembra en debilidad, resucitará en poder. Se siembra cuerpo animal, resucitará cuerpo espiritual. . .» (1 Co.15:41-44a).

Dios les bendiga hermanos míos.