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Médico Internista e Intensivista, y estudioso de las Santas Escrituras (La Biblia), y un predicador incansable del verdadero monoteísmo bíblico, y sobre todo, del mensaje o evangelio del Reino de Dios, que es la única esperanza que tiene este mundo para sobrevivir a su destrucción total.

martes, 16 de diciembre de 2008

LA CARNALIDAD Y DEPRAVACION PAPAL

Introducción:

A veinticinco kilómetros de Roma, en la cima de los montes Albanos, tenían su morada en el siglo X los célebres conti, los condes Alberico de Tusculum. Estos señores de la guerra fiscalizaron totalmente las elecciones papales. Siete papas fueron miembros de esta familia; tres lo fueron por herencia, y casi sin excepción ayudaron a fraguar la Roma Deplorabilis, “Una Roma de la deshonra”.

La historia explota el mito popularizado de los Borgia como la única manzana podrida del papado. Poco después de Carlomagno, a lo largo de más de un siglo y medio la hornada completa se había echado a perder. Eran menos discípulos de Cristo que de Belial, príncipe de las tinieblas. Gran número de ellos fueron libertinos, homicidas, adúlteros, belicistas, tiranos, simoníacos dispuestos a vender todo los sacrosanto.
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Debido a la incesantes maniobras políticas y la obsesión por los negocios temporales, debido al abuso de poder y a una inaudita malignidad, los papas, a quienes se suponían eran el factor de unidad, corrompieron toda la cristiandad. No fue la herejía sino el papado el que finalmente quebrantó a la Iglesia.

Hay un misterio en todo ello: cómo, a despecho de los papas, la Iglesia de Occidente pudo mantenerse incólume durante tanto tiempo.

Para empezar, es muy esclarecedor consultar alguna de las nóminas papales desde el año 880 aproximadamente. Durante el siglo y medio siguiente se contabilizan treinta y cinco pontífices, cuyos pontificados duraron un promedio de cuatro años cada uno. En la primera época, el ritmo de los cambios fue muy parecido; ello se explicaría por el hecho de que los papas solían ser elegidos cuando ya eran ancianos y de salud delicada. Pero durante los siglos IX y X, muchos papas eran apenas veinteañeros, bastantes eran adolescentes. Algunos duraron veinte días, un mes o tres meses. Seis de ellos fueron depuestos, no pocos fueron asesinados. En verdad es imposible saber con exactitud cuántos papas y antipapas (impostores) se erigieron en la silla de San Pedro durante este período, ya que todavía no existía un procedimiento establecido para la elección ni se había determinado quiénes podían ser los candidatos.

Cuando un Papa desaparecía en forma repentina, ¿Había sido degollado y arrojado al Tiber?. ¿Lo habían recluido en una mazmorra? ¿Se hallaba durmiendo la borrachera en un burdel? ¿Le habían cercenado la orejas y la nariz como a Esteban VIII en 930, quien, comprensiblemente, jamás volvió a mostrar su rostro en público? ¿O bien había escapado como Benedicto V en 964 que, luego de “deshonrar” a una muchacha, salió huyendo de inmediato a Constantinopla con todo el tesoro de San Pedro, para reaparecer una vez que hubo agotado los fondos y causado estragos complementarios en Roma? El historiador de la Iglesia Gerberto llamó a Benedicto “el más inicuo de todos los monstruos del descreimiento”, pero su juicio resultó prematuro. Con el tiempo, este pontífice fue muerto por un marido celoso. Su cadáver, traspasado por cien puñaladas, fue arrastrado por las calles antes de ser arrojado a un sumidero.

Sin lugar a dudas, estos pontífices constituyen el más infame conjunto de dirigentes -clericales o laicos- que en la historia han existido. Fueron descarnadamente bárbaros. La antigua Roma no tuvo nada que rivalizar con su putridez.

Uno de los Papas, Esteban VII, fue presa de una total demencia. Desenterró a uno de sus predecesores, el corso Formoso (891-896), que había muerto hacía más de nueve meses. En lo que se llamó el Sínodo Cadavérico, vistió al hediento cadáver con galas pontificales, lo sentó en el trono lateranense y procedió a interrogarle personalmente. Formoso fue inculpado de ascender al solio pontificio recurriendo a medios espurios; siendo como era obispo de otro lugar, no podía ser elegido por Roma. Según el Papa Esteban, aquella circunstancia invalidaba todos sus actos, en especial sus ordenaciones. En nombre de Formoso, replicaba un gárrulo diácono adolescente. Una vez hallado culpable, el cadáver fue condenado como antipapa, despojado de todo lo que llevaba puesto, a excepción del cilicio adherido a sus ajados despojos y, menos los dos dedos con los cuales había impartido sus indebidas bendiciones apostólicas, arrojado al Tiber. El cuerpo, sujeto por el cilicio como una res muerta, fue rescatado por un grupo de admiradores de Formoso, que le dieron secreta sepultura. Tiempo después, fue reinstalado en su sepulcro de San Pedro. En cuanto a Esteban, no tardó en morir, estrangulado.

Los Papas mutilaban y, a su vez, eran mutilados, mataban y eran muertos. Sus existencias no guardaban ninguna relación con los evangelios. Unos debieron su elevación a su ambiciosa parentela, algunos a la influencia de hermosas amantes de alcurnia en lo que acabaría por conocerse como “la soberanía de las rameras”.

Un lugar prominente entre las cortesanas lo ocupó Marozia, de la familia de los Teofilato. Según un contemporáneo de ella, el obispo Liutprando de Cremona, Marozia fue bien adiestrada por su madre Teodora, quien tenía otra hija llamada también Teodora, nacida de su relación con el Papa Juan X (914-929). Quienquiera que haya dicho que las mujeres nunca influyeron en las directrices de la Iglesia es porque nunca tropezó con estas dos increíbles y decididas señoras. En menos de un decenio, crearon -y cuando les plació, destruyeron- no menos de ocho Papas. En su Decline and Fall, Gibbon afirma que fueron estas “papisas” las que darían nacimiento a la leyenda de la Papisa Juana. Durante siglos se creyó en la existencia de esta papisa, hasta la época de la reforma. Para los ingleses es un consuelo saber que la única mujer Papa fue una hermosa anglosajona. Revestida con sus atuendos pontificales, según narra la leyenda, trajo al mundo un niño mientras se dirigía desde el Coliseo a la iglesia de San Clemente, muriendo en el acto.

2-Marozia:

Marozia, origen básico de la leyenda de la papisa Juana, estuvo implicada en el primer pontificado del Papa Sergio III (904-911). Antes, León V intentó impedirle el acceso al trono pontificio. León fue sumo pontífice durante un mes antes de ser encarcelado por un usurpador, el cardenal Cristóbal. Sergio se libró de ellos dándoles muerte.
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Una vez más, Sergio exhumó al Papa Formoso, ya fallecido desde hacía diez años, y le hizo condenar de nuevo. Habiendo sido ordenado por Formoso, en puridad Sergio debiera haberse considerado en falso, pero las sutilezas teológicas no entraban en su modo de ser. Como buena providencia, decapitó el cadáver de Formoso; también le amputó tres dedos más antes de lanzarlo al Tiber. Cuando el torso acéfalo fue a enredarse en la red de un pescador, sus despojos lograron una nueva existencia de embeleso al ser devueltos por segunda vez a San Pedro.

Cuando Marozia se convirtió en la manceba de Sergio, tenía quince años y él contaba cuarenta y cinco. Tuvo un hijo del Papa a cuya carrera se consagró. Sergio moriría cinco años más tarde, tras siete de pontificado henchidos de derramamientos de sangre, intrigas y pasiones.

Marozia no olvidaría nunca su amor de juventud. El yacer con el Papa le había conferido una experiencia para actuar y un alborozo que tres matrimonios e innumerables aventuras no consiguieron difuminar. El Papa Sergio la sedujo por primera vez en el palacio de Letrán. Sus caminos se habían entrecruzado a menudo; dado que gran parte de la niñez de Marozia había transcurrido ahí, siendo como era su padre cabeza del Senado de Roma. Pero llegó un momento en que Sergio cayó en la cuenta de que esta asombrosa niña se había convertido en una lozana mujer de arrebatadora hermosura. Por lo que respecta a Marozia, lo que buscaba del Papa no fue tanto el placer como el éxtasis que emanaba del poder.

Su madre, Teodora, ya había hecho y deshecho a dos Papas cuando, contraviniendo el derecho canónico, tomó de la mano a su favorito galanteador, lo elevó primero de obispo de Bolonia a arzobispo de Rávena y, por fin, lo colocó en la silla de San Pedro como Papa Juan X. Liutprando, obispo de Cremona, escribió: “Teodora, como una perdida, temiendo que le faltarían oportunidades de acostarse con su galán, le forzó a abandonar su obispado y se apropiara -¡Oh, crimen monstruoso!- del papado de Roma”. Esto tenía lugar en Marzo de 914, cuando Marozia tenía veintidós años. A Marozia no le importaba demasiado; su hijo era demasiado joven para el papado, incluso para aquellos tiempos.

En esos momentos, irrumpió en el escenario la familia de los Alberico, originarios de Toscana, en el norte. El Papa Juan X sugirió a su compañera de lecho, Teodora, que el enlace entre Marozia y Alberico podría ser beneficioso para todos. Marozia detectó la estrella ascendente y de esa unión nacería Alberico hijo. Alberico padre, quizá instigado por su esposa, intentó un golpe prematuro para apoderarse de la dirección de Roma y perdió la vida. El Papa Juan obligó a la joven viuda a contemplar su cadáver mutilado. Fue un error. Una mujer que había dormido con el Papa Sergio conocía todos los resortes de la venganza.

Tan pronto murió Teodora, en 928, Marozia encarceló al pontífice antes de ordenar que fuese ahogado. Su hijo mayor contaba ahora diecisiete años. Pronto, muy pronto, tendría la experiencia suficiente para ocupar el papado. Había sido preparado para ello gracias a una existencia plena y sensorialmente inmoral. Los dos papas siguientes tuvieron un breve pontificado, uno y otro desaparecieron en misteriosas circunstancias. A la edad de veinte años, el hijo de Marozia y del Papa Sergio se convirtió en el Papa Juan XI:

Pero las ambiciones de Marozia iban todavía más lejos. Al fallecer Guido, su segundo esposo, contrajo matrimonio con su hermanastro, Hugo, rey de Provenza. Hugo ya estaba casado, pero su esposa fue apartada con gran facilidad. Marozia tuvo mucha suerte de que su hijo fuera Papa; pudo dispensar a la feliz pareja de todo impedimento, tal como el incesto. ¿Qué podía impedir a su nuevo esposo convertirse en emperador y a ella en la nueva emperatriz? Era algo que Sergio habría deseado. En la primavera de 932, Juan Xi ofició la boda de su madre en Roma.

Entonces todo se vino abajo a causa del segundo hijo de Marozia, el celoso Alberico, dieciocho años de edad. Se apoderó de Roma para convertirse en hacedor de Papas. Hugo de Provenza abandonó a su mujer y cayó en desgracia. Alberico puso a Juan XI, su hermanastro e hijo del Papa Sergio, bajo arresto permanente en Letrán -donde moriría cuatro años después- y, desafección todavía peor, metió en prisión a su propia madre.

Agostada la flor de su juventud, Marozia seguía siendo una mujer de distinción cuando holló por primera vez el mausoleo de Adriano, conocido popularmente por Castel Sant’ Angelo. Permanecería en ese terrible lugar junto al Tiber, sin que se le perdonase un día, durante más de quince años.

Contaba más de sesenta años cuando, en la mazmorra, le llegó la noticia de la muerte de su hijo Alberico, a los cuarenta años de edad, y el ascenso de su nieto (hijo de Alberico), Octaviano, dentro de la Iglesia hasta imponerse como Papa. Fue el primer pontífice que cambió su nombre, llamándose a sí mismo Juan XII. Esto sucedía en el curso del invierno de 955.

En la primavera de 986, el Papa Gregorio V, que contaba con veintitrés años de edad y su primo el emperador Otón III, decidieron que la pobre anciana ya había languidecido suficiente tiempo en prisión. En aquellos momentos Marozia contaba con más de noventa años de edad y, si bien arrinconada, nunca fue realmente olvidada en las altas instancias. El Papa mandó a un sumiso obispo para que la exorcizase de sus demonios y levantara su pena de excomunión. Fue absuelta de sus pecados y a continuación fue ejecutada.

3-Juan XII:

La mocedad del nuevo Papa puede explicar en parte su comportamiento irreligioso, puesto que contaba solamente con dieciséis años cuando asumió las responsabilidades de su función. Monasterios enteros dedicaron días y noches a orar por su pronto fallecimiento.

Incluso para su época, fue un Papa tan nefasto que la ciudadanía anhelaba su pérdida. Según los testimonios, inventó pecados desconocidos desde la creación del mundo. Al igual que Nerón cometió incesto con su madre. Formó un harem en el palacio de Letrán, se jugaba las ofrendas de los peregrinos, mantenía una cuadra de dos mil caballos a los que nutría con almendras e higos remojados en vino. Premiaba a los compañeros de sus noches de amor con cálices de oro de San Pedro. No hizo nada en pro del más provechoso tráfico turístico del momento, es decir, las peregrinaciones. En secreto, las mujeres eran advertidas para que no entraran en San Juan de Letrán; el Papa se hallaba siempre al acecho. Incluso brindó por Satanás ante el altar mayor de la iglesia madre de la cristiandad.

El Papa Juan XII despertó tales odios que, temiendo por su vida, tras expoliar San Pedro, huyo a Tívoli.

Cuando llegó a oídos del quincuagenario Otón de Sajonia -fue coronado en San Pedro en 961- lo que estaba ocurriendo, ordenó al joven que regresase a Roma en el acto; no se adecuaba a sus designios tolerar la ausencia del pontífice; era un mal asunto para el imperio.

Se convocó un sínodo para ventilar la cuestión. Acudieron dieciséis cardenales, todos los obispos italianos, que formaban un grupo numeroso, y muchos otros que fueron reclutados en Alemania. El obispo de Cremona ha dejado un informe exacto sobre los cargos inferidos al Papa. Había celebrado misa sin efectuar la comunión. Había copulado con una interminable lista de señoras, incluyendo la antigua amante de su padre y su propia sobrina. Había causado la ceguera de su director espiritual. Había castrado a un cardenal, provocándole la muerte. Todas estas inculpaciones fueron ratificadas bajo juramento.

En consecuencia, Otón escribió a Juan una carta que cabe clasificar entre las mayores curiosidades de todos los tiempos.

Santidad, todos, tanto los clérigos como los seglares, os acusan de homicidio, perjurio, sacrilegio, incesto con vuestros familiares, incluso con dos de vuestras hermanas, y por haber invocado a Júpiter, Venus y otros demonios, como si fuerais un pagano.

Juan replicó dictando una epístolas, de mal fondo y peor gramática, dirigida a los obispos. Les advertía que si trataban de destituirlo, los excomulgaría a todos, con lo que se verían privados de ordenar y celebrar misa. Seguidamente, saltó sobre un caballo y se fue de cacería.

Cuando Otón se hartó de esperar se volvió a Sajonia, la familia de Juan organizó un ejército para brindarle salvaguardia en su viaje de retorno. Juan volvió a Roma para hacerse cargo de sus funciones. No satisfecho con nada que fuese tan suave como la excomunión, mandó mutilar o ejecutar a todo aquel que hubiera contribuido a su exilio.

Una noche, un marido celoso, uno de los muchos, sorprendió a su santidad con su mujer en flagrante delicto, y no dudó en proporcionarle las exequias, asestándole un martillazo en la nuca. Tenía veinticuatro años. Los romanos conocidos por su ingenio implacable, comentaron que había sido afortunado en morir en la cama, aunque fuera la de otra persona.

Con un monstruo fuera de escena, los romanos eligieron a Benedicto V para reemplazarlo. Otón, viéndose suplantado, se encolerizó. “Nadie puede se Papa sin la venia de emperador -declaró- siempre ha sido de este modo”. Mantuvo su elección en la persona de León VIII. Cuando León y Benedicto fallecieron Otón sentó a Juan XIII en la silla de San Pedro. No fue una elección sensata. Muy pronto los romanos lo echaron con cajas destempladas. Otón lo trajo de nuevo, para constatar en definitiva que el instinto local no se había equivocado. El nuevo Papa llevó a cabo actos de increíble crueldad. Como testimonia Liutprando en sus crónicas, arrancó los ojos de sus enemigos y pasó a cuchillo a la mitad de los habitantes.

A Juan XIII le sucedió pronto Benedicto VII, otro que moriría en un acto de adulterio a manos de un encolerizado marido.