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Médico Internista e Intensivista, y estudioso de las Santas Escrituras (La Biblia), y un predicador incansable del verdadero monoteísmo bíblico, y sobre todo, del mensaje o evangelio del Reino de Dios, que es la única esperanza que tiene este mundo para sobrevivir a su destrucción total.
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sábado, 9 de mayo de 2009

LAS LENGUAS GENUINAS Y LA FALSA JERIGONZA


Por el Dr. Javier Rivas Martínez (MD)

Este escrito va dirigido a las personas que pertenecen a las iglesias carismáticas y que hablan, entre otras erradas cosas, “lenguas”, y que al fin de cuentas no deja de ser una horrible estereotipia emergida por estímulo del lóbulo temporal del cerebro, impulsada por un acondicionamiento psicológico y de falsa religiosidad. Es una distorsionada expresión de las emociones, originada en un ámbito místico metódicamente antí-bíblico.

«Y fueron todos llenos del Espíritu Santo, y comenzaron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les daba que hablasen» (Hech. 2:4).

«En otras lenguas» (heterais glössais, gr.).

Las diferentes lenguas habladas por los discípulos del Señor en el día del Pentecostés, fueron lenguas que nunca fueron aprendidas por ellos durante lo largo de sus vidas, muy familiares, por otro lado, para quienes estaba en ese entorno oyéndolas. No eran las lenguas nativas de los discípulos, sino de las personas de alrededor que las oían y las comprendían pasmados. A diferencia de las lenguas terrenas de las naciones del mundo antiguo de ese entonces y que fueron habladas por los discípulos de Cristo, la jerigonza es un lenguaje completamente incomprensible, un balbuceo que nada dice, una oscura “disartria” histérica que carece de relación con algún idioma oficial hablado o conocido en el mundo, en cualquiera de sus épocas.

Las lenguas del día del Pentecostés fue un acto de Dios que señala, como las lenguas de fuego repartidas sobre las cabezas de los que estaban unánimes juntos en Jerusalén (Hech.2:1-3), la venida sobrenatural del espíritu santo en la nueva dispensación, la de «Gracia», para la salvación de los hombres por medio de Jesucristo, extendida, sin distinción, para judíos y gentiles. Es por eso que los discípulos glorificaban a Dios en los diferentes idiomas extranjeros o en las lenguas vernáculas de los hombres que los escuchaban maravillados:

«Moraban entonces en Jerusalén judíos, varones piadosos, de todas las naciones bajo el cielo. Y hecho este estruendo, se juntó la multitud; y estaban confusos, porque cada uno les oía hablar en su propia lengua. Y estaban atónitos y maravillados, diciendo: Mirad, ¿no son galileos todos estos que hablan? ¿Cómo, pues, les oímos nosotros hablar cada uno en nuestra lengua en la que hemos nacido? Partos, medos, elamitas, y los que habitamos en Mesopotamia, en Judea, en Capadocia, en el Ponto y en Asia, en Frigia y Panfilia, en Egipto y en las regiones de África más allá de Cirene, y romanos aquí residentes, tanto judíos como prosélitos, cretenses y árabes, les oímos hablar en nuestras lenguas las maravillas de Dios» (Hech. 2:5-11).

La Biblia esclarece en 1 de Co. 14:22 que «las lenguas eran una señal para los incrédulos». Aquí existe una premisa irrevocable y de gran importancia para poder hablarlas: Al menos que alguien tuviese la capacidad para entenderlas y traducirlas, no debería ejercitarse el don de lenguas por ningún motivo en las congregaciones:

«Así que, quisiera que todos vosotros hablaseis en lenguas, pero más que profetizaseis; porque mayor es el que profetiza que el que habla en lenguas, a no ser que las interprete para que la iglesia reciba edificación» (1Co. 14:5).

Más adelante, en 1 Co. 14:9, Pablo nos advierte de lo vano que sería el hablar en lenguas si éstas no fuesen interpretadas. Sería como hablar al “aire”, porque nadie las entendería. Por lo tanto, el entendimiento quedaría sin fruto (1 Co. 14:14). Pablo tenía el don de lenguas pero no lo practicaba, al menos que se entendieran:

«Doy gracias a Dios que hablo en lenguas más que todos vosotros; pero en la iglesia prefiero hablar cinco palabras con mi entendimiento, para enseñar también a otros, que diez mil palabras en lengua desconocida» (1 Co. 14:18-19).

En el día del Pentecostés había judíos y gentiles piadosos de todas partes, así que no hubo la necesidad de que las lenguas foráneas habladas por los discípulos tuvieran que ser interpretadas para su preciso entendimiento. No resultaron incomprensibles para los judíos extranjeros ni para los gentiles de las distintas naciones. Estas personas estaban familiarizadas con dichas lenguas. Para los hermanos de Corinto, la situación no fue del todo igual. Ellos, por norma obligada, requirieron de un intérprete para lograr comprenderlas. El apóstol Pablo anima a los corintios a orar para la interpretación de lenguas.

« Si habla alguno en lengua extraña, sea esto por dos, o a lo más tres, y por turno; y uno interprete» (1 Co.14:27).

« Por lo cual, el que habla en lengua extraña, pida en oración poder interpretarla» (1 Co. 14:13).

El hablar en lenguas, tan importante es mencionarlo, jamás se cristalizó en una algarabía simultánea de muchos. Fue un acto consecutivo y ordenado, de pocos, en el que había siempre, sin falta, un intérprete. De no haberlo, era imposible hablarlas, según la regla paulina. La Biblia no acierta en admitir que “todos hablasen lenguas a la vez”:

«Si habla alguno en lengua extraña, sea esto por dos, o a lo más tres, y por turno; y uno interprete» (1 Co. 14:26).

«Y si no hay intérprete, calle en la iglesia, y hable para sí mismo y para Dios» (1 Co. 14:28).

Ante estas ortodoxas y justificadas formalidades presentadas, no cabe duda que podemos sustraer con enorme facilidad, desbaratando toda especulación sustentada en la ignorancia y necedad, la supuesta o pretendida autenticidad de las lenguas emitidas hoy en las iglesias carismáticas que se declaran como católicas o cristianas protestantes. Estas lenguas irreconocibles por la Biblia son el producto de un acentuado y disfuncional histerismo provocado. Para esto deprimente efecto, están “pintados de mil colores” los maestros de teología de la prosperidad material como Benny Hinn y Cash Luna, dos falsos profetas bien conocidos y expertos en el arte carnal y demoníaco de manipular a su antojo a personas psicológicamente aprensivas, pusilánimes en sus decisiones.

El “ardiente” ámbito del carismatismo neo-pentecostalista, aseguramos sin temor, es el factor principal influyente para la conjugación de una notable diversidad de manifestaciones somático-emotivas que han sido confundidas con regularidad con el poder de Dios, y las lenguas habladas, son parte de esta abominable y florida variedad.

Las lenguas descritas en la Biblia siempre fueron unas nacionales o terrenas de aquel pasado tiempo. No hay ninguna relación con la jerigonza o farfulleo ininteligible de las iglesias carismáticas modernas.

En antaño hubo siempre la imperiosa necesidad de interpretar estas lenguas que constituyeron una parte del don celestial para el conocimiento de los misterios de Dios en la nueva dispensación. Recodemos que en esa época el Nuevo Testamento no estaba conformado aún como tal y muchas cosas eran enseñadas verbalmente. Por lo contario, en las iglesias de corte carismático, regularmente no son interpretadas por una persona de modo que lo indica «el divino protocolo», pero cuando emerge “de por allí” un osado y temerario “intérprete”, es tan sólo para proclamar gigantescas falsedades, para proferir tamañas y condenables blasfemias, haciendo de Dios un “excelso y sublime” mentiroso, repitiendo en arraigado y regular hábito lo que la Biblia pregona. Me pregunto: ¿Cuál es la razón qué Dios tiene para estar repitiendo lo qué en su Palabra ya se encuentra? ¿No nos instiga Dios para dejar de leerla, siendo de tal manera? ¿Si sus “profetas” se están encargando de repetirnos siempre lo que la Biblia dice, entonces, para qué leerla? ¿Es posible qué Dios tenga qué molestarse con tan pueril y absurdo mover?

La Biblia nos muestra con clara objetividad que el hablar en lenguas fue un acto de ordenada sucesión, contrariamente a lo que muestra el carismatismo religioso católico-protestante: Todo un desastre teatral.

El brutal y espantoso sonido consolidado de muchas voces huecas y escalofriantes, oídas en molesta potencia en los cultos de tendencia carismática, es una mortal falsificación del don de lenguas genuino. Esta fábula mística vino a salir del corazón del hombre finamente persuadido por el diablo, el agente creado más peligroso y religioso que hay, padre de la imitación gloriosa, el gran mago de los sincretismos que conducen por el ancho camino de la perdición a los necios e ignorantes politeístas de todas las iglesias neo-pentecostales y católicas carismáticas, reacios para abrir los ojos ante la mentira que les ha empañado el “cristalino de los ojos espirituales”, cual severa catarata metabólica bilateral.

Dios les bendiga siempre.

martes, 24 de febrero de 2009

IMITACIÓN CELESTIAL



Por el Dr. Javier Rivas Martínez (MD)

«Ahora pues, hermanos, si yo voy a vosotros hablando en lenguas, ¿qué os aprovechará, si no os hablare con revelación, o con ciencia, o con profecía, o con doctrina?» (1 Co.14:6).


«Así también vosotros, si por la lengua no diereis palabra bien comprensible, ¿cómo se entenderá lo que decís? Porque hablaréis al aire» (1 Co.14:9).
«Por lo cual, el que habla en lengua extraña, pida en oración poder interpretarla» (1 Co. 14:13).


«Porque si bendices sólo con el espíritu, el que ocupa lugar de simple oyente, ¿cómo dirá el Amén a tu acción de gracias? pues no sabe lo que has dicho» (1 Co.14:16).


«… pero en la iglesia prefiero hablar cinco palabras con mi entendimiento, para enseñar también a otros, que diez mil palabras en lengua desconocida» (1 Co.14:19).


Cabriolas y gruñidos animalescos, gritos y aullidos que parecen haber surgido de la más espantosa y desequilibrada neurosis, fuertes sacudidas o mioclonos manifestados en supina posición, a manera de los que padecen «la enfermedad de las caídas», según las letras del excelso dramaturgo inglés William Shakespeare en su gran obra trágica intitulada «Julio César», utilizadas para señalar con sencillez la epilepsia generalizada o Gran Mal convulsionante. Este es el clásico y patético cuadro que se logra visualizar con bastante regularidad en las congregaciones que se identifican como cristianas pentecostales (para nosotros, neo-pentecostalistas), pero por su naturaleza ensanchadamente torcida, nos es imposible afirmar, menos asegurar, que estén adheridas con certeza, sin temor a equivocarnos, con el fundamento bíblico genuino. A decir verdad, el Espíritu de Dios no está involucrado en ellas sino otro espíritu, uno maligno y pestilente, terrenal y satánico, de pervertida carnalidad y falsa luz, y por demás irrelevante y absurdo para el sirvo verdadero en Cristo, que ha logrado desbordar con locura “carnavalesca” los frágiles y cambiantes corazones de los “creyentes” involucrados que gustan de las experiencias “místico-atmosféricas”, mantenidos de buena gana fieles y sinceros a ese “dios” suyo que la Biblia no revela, sino “uno” concebido distorsionadamente en sus enclenques y marasmáticos espíritus. Un pandemónium de conductas incomprensibles y desfiguradas, de falso esplendor y áurica gloria denigra y mancha la hermosa y sobrenatural experiencia del día del Pentecostés del primer siglo de la actual era (Hech. cap 1, ver por favor).


La tendencia pentecostalista moderna que surgió en el siglo XIX, enfatizada con palpable fervor religioso en las sanidades y milagros, en el hablar en lenguas y profetizar, no logra pasar desapercibida en ningún instante en su tremendo parecido con la del montanisto histórico antiguo que fue eyectado en el amanecer de la era cristiana.


El llamado neo-pentecostalismo o «moderno montanismo» evolucionó convergiendo en un punto de rusiente y excesiva dinámica corporal que nos lleva a recordar a los bufones cómicos que divertían a los reyes y cortesanos de épocas pasadas con ridículas chocarrerías y deformados gestos. Sombríamente, el neo-pentecostalismo arrastra por escabroso y profundo declive a los que han aceptado su monstruosa y condenable malignidad. Estos actos deformes mencionados son el principal platillo de sus cultos religiosos, donde la Palabra de Dios es tomada como una mohosa pieza literaria ancestral y común, casi olvidada, y si no, poco práctica, y en su mayor parte, mal entendida, “utilizable únicamente si la ocasión lo requiere”, y se entiende tal cosa como “una alternativa secundaria y esporádica para el crecimiento espiritual”.


El incontrolado y ardiente “torbellino religioso” evocado del «neo-pentecostalismo carismático», de tan gaseosas e irreales expectativas, atenta informalmente contra el verdadero concepto del «carismtaismo» encontrado en la Palabra de Dios.


Después finalizar la era apostólica en el primer siglo de nuestra era, con la muerte del Juan, uno de los discípulos de Cristo, en Efeso, en Asia Menor, en 110 d. C, autor del evangelio que porta su nombre, de tres cartas o epístolas, y del escatológico y esperanzador libro del Apocalipsis, el hablar en lenguas, la profecía y las sanidades milagrosas mermaron hasta desaparecer sin dejar rastro mínimo de su vigencia. Entre los años 160 y 170 d. C. en Frigia, se levanta el montanismo, movimiento “reavidador” y extático, de carácter anti-Dios. Hombres como Eusebio de Cesarea, Epifanio, Hipólito y Orígenes de Alejandría dejaron un importante testimonio histórico de este movimiento herético, incuso se sabe que Tertuliano perteneció a él.


Montano, padre de dicho movimiento, bajo el influjo de un trance pseudo carismático (que discrepa del genuino «carisma», de la palabra griega χάρισμα /jarisma/, "presente" o "regalo divino"), junto con dos mujeres, Prisca y Maximila, profetizaban el fin cercano del mundo y que la Jerusalén del glorioso cielo en que habita Jehová el Padre y Dios de Cristo ascendería ya en un lugar especificado. El montanismo se distinguió principalmente por una escatología profética fabulosa. Afirmaba una parusía inminente y llegó asegurar fecha precisa para el retorno de del Mesías, lo que nos hace recordar, como colación, lo que sucedió con inocencia y puerilidad increíble a los pobres Testigos de Jehová en los primeros años del siglo XX, cuando sus errados líderes anunciaban con mentira y desfachatez (hasta ahora) el Armagedón, y con él, el fin de todas las cosas terrenales (¿?).


Muchos de los que pertenecieron al antiguo movimiento montanista y a la secta jehovista ruseliana se deshicieron de sus valiosas propiedades y pertenencias, pero Cristo nunca llegó a verse en gloria y poder como se esperaba. El montanismo practicó un hiperascetismo que consistía en martirio y en ayuno. Se prohibieron también comer todos los alimentos que estuvieran húmedos («Legalismo alimentario»). Esta clase de hiperascetismo la Biblia jamás lo incita y usted lo puede corroborar querido y amable lector en su contenido. El herético montanismo logró sobrevivir hasta los últimos años del siglo IV, siendo en Asia y Oriente donde se mantuvo por más tiempo.


En la actualidad el viejo montanismo ha sido traspalado, por decir así, en las iglesias de la llamada línea “carismática” (a los católicos, así como a los neo-pentecostalistas, les ha gustado también el conocido “jueguito” místico-mental complacedor que se realiza en una esfera cómoda y aislada de la realidad, tan familiar para los que nos dedicamos a combatir semejante trampa religiosa, astutamente maquinada por el diablo en el pensamiento humano.


El ardor emocional incontrolable que se observa en las congregaciones del falso carismatismo es encendido con regularidad en la llama de un precondicionado y propicio ambiente, “configurado” por sus “líderes espirituales” que saben bastante bien como “revolotear” con sincrético e hipnótico engaño las mentes de los enervadas y receptivas “ovejitas”. De este ardor descontrolado, de eufórica sublimación y de reprobable “silueta”, surge un extraño e incongruente “idioma” que carece de alguna afinidad con las lenguas humanas extranjeras, o con las lenguas angélicas citadas por el apóstol Pablo para aplicar la hipérbole en el Nuevo Testamento (véase por favor 1 Co. 13:1). Es un lenguaje incomprensible cristalizado en un aberrante y único sonido salido de un montón de gargantas humanas controladas por un éxtasis análogo al chamánico, y cómo en un pabellón en que habitan solamente hombres y mujeres padecientes del Mal de San Vito, que se caracteriza por movimientos involuntarios, convulsionantes e irregulares, el resultado es con obviedad el esperado: un desastre de titánica magnitud. Los templos donde se desenvuelve tan frenética y descarada conducta más bien parecen “manicomios” eclosionados del pensamiento desarticulado de algún escritor de la contracultural y estrambótica «generación beat». Son congregaciones de mucho auge (por darse rienda a la carne y a las emociones, ¿a quién le dan pan que llore?) donde no se concilia con las palabras que Pablo escribió en la primera carta a los corintios aproximadamente veinte centurias atrás con relación a los dones espirituales sobrenaturales:


«Si habla alguno en lengua extraña, sea esto por dos, o a lo más tres, y por turno; y uno interprete. Y si no hay intérprete, calle en la iglesia, y hable para sí mismo y para Dios. Asimismo, los profetas hablen dos o tres, y los demás juzguen. Y si algo le fuere revelado a otro que estuviere sentado, calle el primero. Porque podéis profetizar todos uno por uno, para que todos aprendan, y todos sean exhortados. Y los espíritus de los profetas están sujetos a los profetas; pues Dios no es Dios de confusión, sino de paz» (1 Co.14:27-33).


Pablo da por entendido en esta parte que «uno a la vez y no más de tres en total tendrán que participar». «Dos o tres» (kata duo, gr.), según dos, «ratio». O a lo más (ë to pleiston, gr.). Acusativo adverbial, «o como máximo». Tres (treis, gr.). «Kata» queda por demás entendido aquí. Uno podría preguntarse, si porqué en las iglesias pentecostales no ha habido sujeción a estas sencillas normas divinas, yo contestaría por el excelente y loable engaño y la ignorancia majestuosa y eminente.


Pablo escribe, que, al no existir intérprete de lengua extraña en la Iglesia, el que la tenía debería de callar. No era permitido habarla en la congregación: «Y si no hay intérprete» (ean de më ëi diermëneutës, gr.) es claramente una condición de harta importancia. Una ordenanza que tenía que acatarse porque era Dios el que la había estipulado por medio de su apóstol y fiel adorador. «Calle en la iglesia» (sigatö en ekklësiâi, gr.) es una acción lineal en presente imperativo que aclara que no se debe de «hablar en la iglesia» ni tan siquiera una vez.


La Biblia dice que Dios es un Dios de orden y de paz, no de desorden, «no….de confusión» (ou-katastasias, gr.). Parte de este desorden al que nos referimos es mirado con sostenible frecuencia en las congregaciones neo-pentecostalistas, desorden premeditado al que yo llamo «protocolo extático desorganizado antibíblico». Dios demanda reverencia «ordenada» dentro de la Iglesia de su Hijo Jesucristo, no desastres teatrales y crirquenses, tal como los “atolondrados hermanitos sin Cristo” efectúan en sus congregaciones “evangélicas” y de la “tercera ola”.


Al respecto, un autor cristiano escribe con tanta verdad lo siguiente sobre el don de lenguas:


«No se trataba de una mera jerigonza o guirigay como las modernas «lenguas», sino de un verdadero lenguaje que podría ser comprendido por uno que estuviera familiarizado con él, como se vio en el gran día del Pentecostés, cuando estaban presentes personas que hablaban diferentes lenguas. En Corinto, donde no existía tal variedad de personas, se precisaba de un intérprete para poder comunicar el contenido de lo expresado a los que no la entendían. Por esto Pablo puso este don en último lugar. Suscitaba el asombro (como ahora), pero hacía poco bien verdadero. Este es el error de los irvingitas y de otros que han intentado reproducir este primitivo don del Espíritu Santo, que fue dado claramente en una situación especial de emergencia y que no tenía el propósito de ayudar o difundir el evangelio entre los hombres».

«Si yo hablase lenguas humanas y angélicas, y no tengo amor, vengo a ser como metal que resuena, o címbalo que retiñe. Y si tuviese profecía, y entendiese todos los misterios y toda ciencia, y si tuviese toda la fe, de tal manera que trasladase los montes, y no tengo amor, nada soy. Y si repartiese todos mis bienes para dar de comer a los pobres, y si entregase mi cuerpo para ser quemado, y no tengo amor, de nada me sirve» (1Co. 13:1-3).


Es relevante mencionar que Pablo no desacredita los dones espirituales sobrenaturales en su primera epístola a los corintios, pero sí enfatiza el amor por encima de ellos. Él nos comunica que es totalmente en vano e intrascendente el obrar prodigios y milagros, como el «trasladar montañas» («como para trasladar montanas», höste orë methistamein, gr.) si el amor de Dios, el ágape, el que se cultiva a través de su Santa Palabra y no en falsas experiencias místicas de “célica sprayada”, no existiera en los cristianos. Aún si los dones espirituales sobrenaturales no hubiesen desaparecido, «nada seríamos» sin el amor de Dios («Nada soy», outhen eimi, gr.), vendríamos a ser «un cero a la izquierda, hombres y mujeres simplemente sin nada de valor: «Ya he llegado a ser», «bronce que resuena» (chalkos ëchön, gr.), un pedazo de metal que deja un eco extinguible, que se tira porque no tiene la más mínima utilidad.


Cuando el Nuevo Testamento concluyó con el libro de Apocalipsis, inspirado por Dios y escrito por Juan el apóstol, la Biblia vino a integrarse con los 66 libros exactos que debería de poseer, según la voluntad divina. Nada más habría de agregarse. Los dones espirituales sobrenaturales como el de hablar en lenguas, el de interpretarlas, o el de profetizar (sin excluir el don de sanidades y milagros) que edificaban y exhortaban, que consolaban y animaban el corazón de la Iglesia (1 Co 14:3) empezaron a declinar hasta desparecer por entero. Ahora el creyente por la gracia de Dios tiene el privilegio de “echar en mano” a la Palabra salvadora y renovadora de la mente, de tener fácil acceso a la indispensable guía espiritual para caminar una vida pura y santa delante de su Creador, para conocer los objetivos y metas de Dios para con él, para mantenerse obediente a sus estatutos y mandatos, y para conocer el testimonio de sus increíbles obras milagrosas.


El neo-pentecostalismo, o nuevo montanismo, tendrá que invertir sin excusas sus luxadas y efusivas prioridades religiosas (sin olvidarse además de corregir sus trastocadas doctrinas, como son, entre otras, la doctrina de la supuesta deidad de Cristo, la doctrina pagana de la trinidad, la doctrina platónica de la inmortalidad del alma, etc.), «requiéscat in pace». Tendrá que proceder a dar un giro de 360 grados por su bienestar propio: buscará fundamentarse con esfuerzo en primer lugar en el amor de Dios que requiere para que florezca el conocer los propósitos de Dios por medio de Jesucristo, escudriñar sobre el carácter de cada uno de ellos y entender sin dudas la naturaleza real de ambos, bajo la dirección indiscutible y necesaria de la Biblia para establecerse al fin en la perspectiva idónea del verdadero cristianismo, ante todo. El neo-pentecostalismo tendrá que “divorciarse oficialmente” de ese incierto misticismo de fuga neuronal, salido del lóbulo temporal, de goce extásico conforme a los gurús orientales y de la Nueva Era (New Age), el cual arrulla con pasión enorme y fanático celo, desechando con desdén las veredas de paz y de justicia que llevan con seguridad a la vida eterna.


Querido y amable lector: lo dejo con estos versos esperando que le sean de reflexión y bendición, muy intimidados con el asunto tratado en el presente escrito:


«Pero temo que como la serpiente con su astucia engañó a Eva, vuestros sentidos sean de alguna manera extraviados de la sincera fidelidad a Cristo. Porque si viene alguno predicando a otro Jesús que el que os hemos predicado, o si recibís otro espíritu que el que habéis recibido, u otro evangelio que el que habéis aceptado, bien lo toleráis…» (2 Co.11:3-4).
«Entonces Tomás respondió y le dijo: ¡Señor mío, y Dios mío! Jesús le dijo: Porque me has visto, Tomás, creíste; bienaventurados los que no vieron, y creyeron. Hizo además Jesús muchas otras señales en presencia de sus discípulos, las cuales no están escritas en este libro» (Jn. 20:29-30).


Amén.