Por el Dr. Javier Rivas Martínez (MD)
«Porque un niño nos es nacido, hijo nos es dado, y el principado sobre su hombro; y se llamará su nombre Admirable, Consejero, Dios Fuerte, Padre Eterno, Príncipe de Paz» (Is. 9:6).
Asexual. (De a-2 y el lat. sexus, sexo). Adj. Sin sexo, ambiguo, indeterminado. 2. Biol. Dicho de la reproducción: Que se verifica sin intervención de gametos; como la gemación.
Gameto. (Del gr. γαμετή, esposa, o γαμέτης, marido). m. Biol. Cada una de las células sexuales, masculina y femenina, que al unirse forman el huevo de las plantas y de los animales.
La unión de dos células sexuales, como son un espermatozoide que surge de un individuo masculino y un óvulo de uno femenino, hablando en este caso de la especie humana, traerá como resultado la formación de un gameto, llamado también huevo cigoto y que se desarrollará durante el proceso de gestación progresiva en un ser humano con las características genotípicas que le corresponden y que están marcadas en el código genético en forma de Dna.
Todos los seres humanos que han existido parten de un tronco común, con Adán y Eva (La Biblia afirma que Eva «sería la madre de todos los vivientes», según Gn.3:20), y están interrelacionados entre sí. Las razas humanas son diferentes entre una y otra por la sencilla razón que han establecido fenotipos de adaptación dependiendo del ambiente que habiten.
Dios ordenó a la primera pareja para que poblara la tierra, para que se multiplicaran. Muchas generaciones pasaron para este logro (véase «las generaciones de Adán» en el capítulo 5 del libro del Génesis) y lógico, de la única forma que se pudo lograr fue con la llamada relación o unión «heterosexual».
«Y los bendijo Dios, y les dijo: Fructificad y multiplicaos; llenad la tierra, y sojuzgadla, y señoread en los peces del mar, en las aves de los cielos, y en todas las bestias que se mueven sobre la tierra» (Gn. 1:28).
Cuando la tierra fue destruida en el diluvio (Gn. cap. 6), fue repoblada por segunda vez por los hijos de Noé que tenían mujeres como esposas (Gn. 7:13; Gn. cap.10). Dios, como al principio lo había ordenado con la primera pareja, mandó a la familia sobreviviente del diluvio universal para que se multiplicarán para el poblamiento del mundo antiguo que fue juzgado y sumergido en agua (2 P. 3:6).
«Todos los animales que están contigo de toda carne, de aves y de bestias y de todo reptil que se arrastra sobre la tierra, sacarás contigo; y vayan por la tierra, y fructifiquen y multiplíquense sobre la tierra» (Gn.8:17).
A través de los hijos de Noé, las primeras generaciones de grupos humanos se afincaron en los diferentes lugares y rincones del mundo, pero vale la pena comentar que su distribución sólo dio inicio después de que Jehová confundió las lenguas de los habitantes de la tierra de Sinar, que fue la primer cultura histórica y que la Biblia tiene registrada:
«Ahora, pues, descendamos, y confundamos allí su lengua, para que ninguno entienda el habla de su compañero» (Gn.11:7).
«Así los esparció Jehová desde allí sobre la faz de toda la tierra, y dejaron de edificar la ciudad» (Gn.11:8).
A pesar de la destrucción del mundo por agua, la humanidad no fue raída por completo. Descendientes de Adán y Eva sobrevivieron por ser justos delante de Dios, pero la semilla de maldad por causa de la desobediencia de la primera pareja humana (Gn. cap. 3) continuaba enraizada naturalmente en ellos. Los primeros padres fallaron a sus responsabilidades otorgadas por Dios, y la humanidad entera se apestó con el pecado condenándola a muerte:
«Por tanto, como el pecado entró en el mundo por un hombre, y por el pecado la muerte, así la muerte pasó a todos los hombres, por cuanto todos pecaron» (Ro.5:12).
El pecado es un mal arraigado en cada persona, aún si es convertida a Cristo. El apóstol Pablo habla de sí mismo al respecto:
«Porque lo que hago, no lo entiendo; pues no hago lo que quiero, sino lo que aborrezco, eso hago. Y si lo que no quiero, esto hago, apruebo que la ley es buena. De manera que ya no soy yo quien hace aquello, sino el pecado que mora en mí. Y yo sé que en mí, esto es, en mi carne, no mora el bien; porque el querer el bien está en mí, pero no el hacerlo. Porque no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero, eso hago. Y si hago lo que no quiero, ya no lo hago yo, sino el pecado que mora en mí» (Ro.7:15-20).
Para salvar Dios a los hombres del pecado mortal, se requería de la intervención de un agente que tuviera una conexión con ellos, y para esto, debería de ser humano también. Este agente humano tendría que ser, como condición, «puro y sin mancha», de ese modo se cumpliría con el objetivo de la justificación por medio de su inmolación y derramamiento de sangre, para el perdón de los pecados:
«…sabiendo que fuisteis rescatados de vuestra vana manera de vivir, la cual recibisteis de vuestros padres, no con cosas corruptibles, como oro o plata, sino con la sangre preciosa de Cristo, como de un cordero sin mancha y sin contaminación, ya destinado desde antes de la fundación del mundo, pero manifestado en los postreros tiempos por amor de vosotros…» (1 P.1:18-20).
«Y miré, y vi que en medio del trono y de los cuatro seres vivientes, y en medio de los ancianos, estaba en pie un Cordero como inmolado, que tenía siete cuernos, y siete ojos, los cuales son los siete espíritus de Dios enviados por toda la tierra» (Ap.5:6).
«Y la adoraron todos los moradores de la tierra cuyos nombres no estaban escritos en el libro de la vida del Cordero que fue inmolado desde el principio del mundo» (Ap.13:8).
« Porque si la sangre de los toros y de los machos cabríos, y las cenizas de la becerra rociadas a los inmundos, santifican para la purificación de la carne, ¿cuánto más la sangre de Cristo, el cual mediante el Espíritu eterno se ofreció a sí mismo sin mancha a Dios, limpiará vuestras conciencias de obras muertas para que sirváis al Dios vivo?» (Heb.9:13-14).
«Y casi todo es purificado, según la ley, con sangre; y sin derramamiento de sangre no se hace remisión» (Heb.9:22).
«A éste, Dios ha exaltado con su diestra por Príncipe y Salvador, para dar a Israel arrepentimiento y perdón de pecados» (Hech. 5:31).
¿Qué ser humano digno y especial, aparte de Cristo, en este mundo podría efectuar tan tremendo acto de amor y salvación por voluntad divina, teniéndose en cuenta que «todos los hombres son pecadores y qué están privados de la gloria de Dios, no habiendo ninguno justo»? ¿Qué ser humano sería propicio, sin tomar en cuenta al Hijo de Dios, para saldar con justicia la cuenta de la pena del pecado y con esto satisfacer las demandas del Dios vivo en contra de los individuos pecadores qué le han ofendido de tan diversas maneras? (Ro.3:10-18, 23; 8:28).
La base para entender estas cuestiones se encuentra en Gn. 3:15. Veamos:
«Y pondré enemistad entre ti y la mujer, y entre tu simiente y la simiente suya; ésta te herirá en la cabeza, y tú le herirás en el calcañar» (Gn.3:15).
Este texto alude sin dudas el anuncio del nacimiento virginal del Hijo de Dios: «la simiente suya», «la de mujer», «su descendencia». Sabemos que la simiente natural (la semilla, el esperma, el semen, el espermatozoide), para la concepción humana es provista por hombre. En el caso de Cristo, tan grandioso y excepcional, la semilla fue provista por la mujer que contribuyó al engendramiento milagroso del Mesías cuando el poder de Dios (el Espíritu Santo), vino sobre ella para «cubrirla con su sombra» (Lc.1:35; Ga. 4:4).
Fecundar. (Del lat. fecundāre). Tr. Biol. Unir la célula reproductora masculina a la femenina para dar origen a un nuevo ser.
Por decirlo así, el Espíritu Santo suplió o reemplazó la función de una célula masculina reproductora para "fecundar″ un óvulo de la mujer virgen que dio origen a la humanidad de Cristo (Dios puso algo de él en este óvulo y al perfección humana vino al mundo de los hombres inestables y egoístas). Es absurdo pensar que Dios tomó una semilla sexual de José (espermatozoide) para unirlo con un óvulo de María, porque de esta concepción o engendramiento se obtendría una persona que no difiere con respecto a las demás que portan la inherente naturaleza de pecado edénico. Por consecuencia, tendríamos un Cristo "defectuosamente humano″, como usted y yo querido lector, como el resto de las gentes que componen la desviada humanidad. Cristo careció de la naturaleza pecadora que todo hombre posee por el acto de su concepción sobrenatural. Nos preguntamos, por lo tanto: ¿Cómo un hombre con una naturaleza maligna podría redimir a una humanidad insanamente pecadora y depravada, si no es capaz de redimirse a sí mismo por causa de esa naturaleza maligna o fallida? Si en el engendramiento del Hijo del Hombre Dios se valió de dos células germinales o sexuales diferentes (una de José y otra de María), el sacrificio vicario del Señor vendría haber sido más que un rotundo fracaso que no salva a nadie. ¿Alguna modificación hecha por Dios en una de las células reproductora de José para el ideal engendramiento de Cristo en el vientre de la virgen? La Biblia ni tan siquiera sugiere con vaguedad tal y espantosa idea. Dios, sin otra célula más reproductora que la de María, efectuó con su poder sobrenatural e infinito el acto maravilloso del engendramiento de Cristo, el Salvador del mundo. ¿Pruebas? Aquí están:
María «no conoció varón», es decir, no tuvo relaciones sexuales antes de ser concebida por el poder de Dios:
« El nacimiento de Jesucristo fue así: Estando desposada María su madre con José, antes que se juntasen, se halló que había concebido del Espíritu Santo» (Mt.1:18).
Isaías profetizó desde la antigüedad que la virgen concebiría a Emmanuel, que es Cristo (Mt.1:23):
«Por tanto, el Señor mismo os dará señal: He aquí que la virgen concebirá, y dará a luz un hijo, y llamará su nombre Emmanuel» (Is. 7:14).
Sólo después del nacimiento de Cristo, María tuvo relaciones sexuales con José, su esposo:
« Pero no la conoció hasta que dio a luz a su hijo primogénito; y le puso por nombre JESÚS» (Mt.1:25).
Dios le prometió al rey a David que su trono sería afirmado para siempre por uno de su descendencia (1R. 9:5; Is.9:7; 2 S.7:13). Cristo, el Hijo del Hombre (Lc.21:36), era del linaje de David (Mt.1:20; Lc. 2:4), como su putativo padre José, y cómo sabemos, no participó biológicamente para la concepción del Santo Mesías de Dios. María era del linaje de David por ser hija de Elí, pero en la genealogía de Cristo, con exactitud, en Lc. 3:23, se aprecia inscrito a José y no a ella. El árbol genealógico de los judíos exclusivamente se delineaba con el nombre del hijo varón. Cuando el linaje del abuelo se transmitía a un nieto por medio de una hija, se quitaba el nombre de esta hija y se disponía el del esposo, quedando en la genealogía como hijo del abuelo paterno (La Cyclopedia de Mc.Clintock and Strong).
En la epístola paulina a los de Roma, se confirma la descendencia carnal de Cristo a través de María, su madre biológica (Mt. 2:11):
«…acerca de su Hijo, nuestro Señor Jesucristo, que era del linaje de David según la carne…» (Ro.1:3).
Y para terminar, los dejo con un bien acertado comentario que lo sustraje de una de mis biblias de estudio:
«De acuerdo con las genealogías evangélicas de Jesús, Mateo traza el linaje del Señor desde Abraham, pasando por José (Mt. 1:1-16), aunque tiene el cuidado de señalar que éste no era el padre real de Jesús (Mt.1:18). Su propósito, teniendo en cuenta que estaba escribiendo para una audiencia judía, era probar que Jesús era el Mesías prometido. Afirmando explícitamente que Jesús era, «según se creía», el hijo de José. Lucas hace ascender la línea familiar hasta Adán, identificando así a Jesús universalmente con la raza humana en términos universales. Algunos comentaristas señalan las diferencias entre las dos genealogías y asumen que el Mesías traza una línea de parentesco legal con la realeza, mientras Lucas se apoya en el linaje de María, el único progenitor humano de Jesús. En este caso, José debe ser reconocido como el hijo legítimo de su padre Elí».
Dios les bendiga siempre.