Juan Stam
"Me asombra que tan pronto estén dejando ustedes a quien los llamó por la gracia de Cristo, para pasarse a otro evangelio. No es que haya otro evangelio,sino que ciertos individuos estén sembrando confusión entre ustedes y quieren tergiversar el evangelio de Cristo. Pero aun si alguno de nosotros o un ángel del cielo predicara un evangelio distinto del que les hemos predicado, ¡que caiga bajo maldición! …ahora lo repito …¡que caiga bajo maldición!" (Gálatas 1:6-9).
Para Pablo las buenas nuevas eran el tesoro más grande de nuestra vida en Cristo, y por lo tanto era un “pecado teológico imperdonable” tergiversar o negar el evangelio, como hacían algunos maestros que habían engañado a los gálatas. El mismo apóstol que pudo decir, con profunda convicción cristiana, “No me avergüenzo del evangelio”, pudo, con la misma convicción, declarar malditos los predicadores de cualquier “otro evangelio”. Pablo era muy celoso por nuestra fidelidad al evangelio.
Los gálatas habían aprendido de Pablo el evangelio de la gracia, pero, engañados por algunos cristianos judaizantes, habían recaído en las exigencias de la ley (comidas, circuncisión, nuevas lunas etc). Con eso, les dice Pablo, han roto con Cristo y han caído de la gracia (5:4); ya “Cristo no les servirá de nada” (5:2). Pablo denuncia ese “evangelio legalista” como un falso evangelio, un “otro evangelio” que “tergiversa el evangelio de Cristo” (1:6-7).
Hace cincuenta años un sector amplísimo de los “evangélicos”, especialmente de los Estados Unidos y de América Latina, era de hecho más legalista que evangélico. Para estar bien con Dios, la fórmula era “No fumar, no tomar, no bailar y no ir al cine” (y para algunos, no jugar futbol ni tocar instrumentos mundanos como la guitarra y la marimba). Ellos seguían, sin darse cuenta, el “no-evangelio” que denunció Pablo tan vehemente en esta epístola.
Hoy día, a Dios gracias, ese legalismo ha sido mayormente superado y la tentación ahora puede ser más bien el libertinaje. Sin embargo, han surgido algunos “otros evangelios” que estamos seguros que San Pablo hubiera denunciado en términos igualmente tajantes. Veamos algunos de ellos:
(1) El evangelio dinero-céntrico[1] Se predica “otro evangelio” no sólo por negar una verdad o enseñar un error, sino también por desenfocar el mensaje. Muchas herejías parten de algún aspecto de la verdad, pero lo toman aisladamente y lo exageran y distorsionan. A menudo toman algo periférico y secundario, y lo colocan como central y hasta excluyente. El resultado es un “evangelio ex-céntrico”, desbalanceado, que termina siendo “otro evangelio”. Una verdad fuera de proporción y fuera de su enfoque bíblico, fácilmente se convierte en una herejía.
Así es el caso de la teología de la prosperidad. Parte de enseñanzas bíblicas muy secundarias, las hacen centrales y definitivas, y contradicen (a lo mejor sin darse cuenta) enseñanzas mucho más claras y centrales de las escrituras. Es cierto que el Antiguo Testamento habla de “la bendición de Dios que enriquece”, y cita la prosperidad de Abraham y otros. Pero todo el énfasis bíblico cae más bien en la justicia y la igualdad, como se puede ver en la legislación social y económica de Israel`, especialmente el año sabático (Lev 25:1-7; Deut 15, cancelación de deudas y leyes de ayuda a los pobres) y el año de jubileo (Lev 25, con reforma agraria y mucha legislación social).
Los predicadores de la prosperidad han inventado una supuesta “ley de la siembra”, malinterpretando 2 Cor 9:10. Convierten una simple analogía agrícola en una especie de ley natural automática, comparable a la ley de la gravedad o las leyes de la astrofísica. Pero olvidan que el gran tema central de ese pasaje (2 Cor 8-9), lejos de ser fórmulas mágicas para acumular riquezas, es la invitación a los corintios a demostrar su gratitud a Dios, precisamente ayudando a los pobres de Jeruslén (cf. 1 Cor 9:8-9, el versículo inmediatamente anterior a la analogía agrícola). El modelo es aquel que “siendo rico se hizo pobre por nosotros” (8:9), no el “testimonio” de algún pobre que se hizo rico o, aun más común, de un rico que se hizo más rico, sin mencionar aquellos que “sembraron” pero nunca salieron de su pobreza. Además, 8:14 insiste dos veces en que Dios quiere la mayor igualdad posible, no el enriquecimiento desproporcionado de algunos pocos.
Fuera del mundo evangélico, la teología de la prosperidad ha sido un escándalo y un tropiezo, una vergüenza para la fe. Alberto Cañas. renombrado autor costarricense, lo caracterizó como la doctrina que “el rico lo es porque Dios lo premia, y el pobre porque Dios lo castiga. Ergo, los ricos son los elegidos de Dios” (La República, 4 de julio de 2007). Esa es la impresión que produce esa teología entre los de afuera.
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El evangelio, en cambio, nos llama a entregarnos para que todos tengan lo suficiente, que la brecha entre ricos y pobres sea mínima, y que no haya injusticia.
(2) El evangelio demonio-céntrico, conocido como “guerra espiritual”: Este movimiento ve demonios por todos lados y tiende a enfocarse mucho más en ellos que en Cristo. Interpretan toda la vida como una lucha contra Satanás y sus huestes. Es cierto que los evangelios presentan numerosos casos de individuos poseídos por demonios, a los que exorcizó Jesús. Es una realidad que no debe negarse, pero no es central en los evangelios ni debe ser central en nuestra experiencia de fe. Karl Barth dijo una vez que los poderes demoníacos son una realidad, pero no debemos mirarlos más que por el rabo del ojo. Concentrarnos en ellos es darles gusto y darles un poder que de otra manera no tendrían. Por cada mirada hacia ellos, debemos echar diez miradas hacia Cristo.
En las epístolas de San Pablo, lo demoníaco se manifiesta en “principados y poderes, tronos y coronas”, o sea, en fuerzas y estructuras de maldad, no en individuos con espuma en la boca. El Apocalipsis es el libro del Nueva Testamento que más énfasis pone en el diablo y sus aliados, pero lo ve definitivamente en el imperio romano (Apoc 13:2; 17:9-11). Los militantes de la guerra espiritual ven demonios muchas veces donde no están, pero quedan totalmente ciegos a la presencia diabólica donde realmente está.
Hay una clara veta de belicismo en esta teología; practicarlo es un poco como jugar a guerra con Nintendo o gozarse sádicamente en películas de tortura. Una vez una hermana evangélica me confesó ingenuamente, “A mí me encanta la guerra espiritual, es muy emocionante”. Por eso, los mismos que practican “liberación” por medio de exorcismos, no tienen el menor problema en apoyar incondicionalmente el militarismo criminal del Pentágono o los ejércitos y dictadores asesinos de sus propios países.
El diablo es real, y sus huestes son reales, pero en conjunto todos son un enemigo ya vencido por Cristo. No tenemos porqué fijarnos obsesivamente en ellos. Apocalipsis aun se burla un poco del ellos. Al pobre dragón de Apocalipsis 12, absolutamente nada le va bien; es un fracaso total, es de veras un pobre diablo. Más adelante vemos al dragón y sus aliados no sólo vomitar, sino vomitar ranas; las criaturas más feas que han salido de la mano del Creador salen ahora de las bocas de ellos. Porque el Apocalipsis sabe que el diablo está derrotado ya, puede reconocer toda su realidad sin temerlo por un segundo ni cederle una pulgada. Porque ha concentrado toda su mirada en el Cordero, puede mirar al dragón “por el rabo del ojo” mientras celebra el triunfo del Crucificado.
(3) El evangelio milagro-céntrico: No cabe duda de que los milagros son importantes en las escrituras e importantes para nuestra fe, pero nuevamente, una teología cuyo énfasis principal cae en los milagros, como tema casi exclusivo, no es el evangelio que proclama el Nuevo Testamento. Los milagros son señales, y con cada milagro debemos preguntarnos, “¿Qué nos está diciendo Dios con esta señal?” Como bien ha dicho Plutarco Bonilla, “Los milagros también son parábolas”. El milagro no es un fin en sí sino ocurre en función de la historia de la salvación, dónde Dios quiere y cuándo Dios quiere. Durante períodos enteros de la historia bíblica, y en la vida de grandes héroes de la fe, no ocurrieron milagros. Abraham, por ejemplo, o Samuel, David o los profetas bíblicos, no se caracterizaron por poderes milagrosos. Los milagros son muy legítimos en su lugar, pero su lugar no es en el centro de nuestra fe y vida cristiana.
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Originalmente los dones se entendían como la acción de Dios al dar; un don de sanidad, por ejemplo, era básicamente el acto de Dios al darle salud al enfermo, no una fuerza especial que poseyera alguna persona para lograr milagros. Por eso, cuando Dios sanó al cojo por medio de Pedro y Juan, éstos dijeron, “¿Por qué poneís los ojos en nosotros, como si por nuestro poder o piedad hubiésemos hecho andar a éste? El Dios de Abraham … ha glorificado a su Hijo Jesús” (Hech 3:12-13). Poner los ojos en un “sanador” humano suele ser señal de un evangelio milagro-céntrico.
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Gracias a Dios por todos sus dones maravillosos y por su gran poder. Pero cuando esos milagros ocupan el centro de nuestra fe y nuestras vidas, en vez de Dios y su Hijo Jesucristo, fácilmente termina siendo “otro evangelio” al que correspondería la vehemente denuncia del Apóstol Pablo.
Gracias a Dios por todos sus dones maravillosos y por su gran poder. Pero cuando esos milagros ocupan el centro de nuestra fe y nuestras vidas, en vez de Dios y su Hijo Jesucristo, fácilmente termina siendo “otro evangelio” al que correspondería la vehemente denuncia del Apóstol Pablo.
(4) El evangelio rapto-céntrico: Esta es la variante escatológico-profética del evangelio milagro-céntrico. En este caso, la fe se centra en que Cristo vendrá a “levantar a su iglesia” y llevarla al cielo antes de que comience la gran tribulación. El hecho es que esta ferviente expectativa del rapto de la iglesia domina la fe de millones de evangélicos, y a veces es toda su esperanza. Hace unos años escuché el testimonio de una persona recién convertida, quien dijo: “Ahora siento un alivio muy grande, pues no sufrirá los terrores de la gran tribulación ni iré al infierno después”. Un popular predicador televisivo, más charlatán que expositor bíblico, solía preguntar al público, “¿Cuántos esperan la venida de Cristo?”. A los que levantaban la mano respondía frívolamente, “¡Equivocados! No esperamos a Cristo sino al rapto de la iglesia”.
Cabe un debate serio en cuanto a la enseñanza novo votestamentaria sobre la venida de Cristo y el mal llamado “rapto”. A favor del rapto pre-tribulacionista hay argumentos válidos, mayormente inferenciales o cuestionables exegéticamente; creo que de hecho, son mucho más fuertes los argumentos exegéticos en contra de tal interpretación. Pero en cualquier caso, el rapto es de los temas menos importantes en el Nuevo Testamento y jamás debe ocupar el centro de nuestra fe y esperanza.
La palabra “rapto” nunca aparece en la Biblia sino que se deriva de la Vulgata (traducción al latin). En 1 Tesalonicenses 4:17 “seremos arrebatados” es un verbo pero “al encuentro con el Señor”, en el griego original, es un sustantivo. Ese “encuentro” era un momento importante en las venidas de grandes personajes como el emperador, generales victoriosos y otros, y aquí, la de nuestro Señor Jesucristo. En la interpretación bíblica y la teología, es peligroso cambiar verbos de acción (”arrebatar”) en sustantivos abstractos (”el rapto”). En el texto de San Pablo, el verbo “seremos arrebatados” no es más que transporte para llevarnos a lo que realmente importa, que es precisamente la gloriosa esperanza de “nuestro encuentro con él”.
El “evangelio rapto-céntrico” no sólo confunde verbos con sustantivos abstractos, sino también confunde lo que es mero “transporte” con lo que es realmente importante, el encontrarnos con aquel que hemos amado sin haberlo visto (1 Pedro 1:8). Cualquier evangelio rapto-céntrico en vez de Cristo-céntrico es un evangelio falso que recibe la condena del apóstol Pablo.
(5) El evangelio ego-céntrico: Un denominador común de estos “evangelios que no son” es su egocentrismo. Proclaman un evangelio de ofertas, lo que Dietrich Bonhoffer calificó de “gracia barata”. Te ofrece, sin las exigencias del costoso discipulado, la prosperidad, el poder y la victoria, la sanidad y la profecía y el escape de la gran tribulación y del infierno. Vienen al caso las palabras de José Martí en cuanto a los curas y predicadores de su época:
¿Qué juicio debes de formar de un hombre que dice que te va a hacer un gran bien, que lo tiene en su mano, que sin él te condenas, que de él depende tu salvación, y por unas monedas de plata te niega ese inmenso beneficio? ¿No es ese hombre un malvado, un egoista, un avaricioso? ¿Qué ideas te haces de Dios, si fuera Dios de veras quien enviase semejantes mensajeros?
Ese Dios que regatea, que vende la salvación, que todo lo hace en cambio de dinero, que manda las gentes al infierno si no le pagan, y si le pagan les manda al cielo, ese Dios es una especie de prestamista, de usurero, de tendero. ¡No, amigo mío, hay otro Dios!
¡Cuánta falta nos hace a todos los cristianos hoy meditar seriamente en el soneto anónimo y muy evangélico del siglo XVI:
No me mueve, mi Dios, para quererte el cielo que me tienes prometido, ni me mueve el infierno tan temido para dejar por eso de ofenderte. Tú me mueves, Señor, muéveme el verte clavado en una cruz y escarnecido, muéveme ver tu cuerpo tan herido, muévenme tus afrentas y tu muerte. Muéveme, en fin, tu amor, y en tal manera, que aunque no hubiera cielo, yo te amara, y aunque no hubiera infierno, te temiera. No me tienes que dar porque te quiera, pues aunque lo que espero no esperara, lo mismo que te quiero te quisiera.
Si no debe ser el cielo que nos motiva a amar a Dios, mucho menos debe ser “la prosperidad o la salud milagrosa que me tienes prometida” (aun cuando esas cosas sean legítimas). Si el temor al infierno no debe motivar nuestra fe, mucho menos debe ser el temor a los demonios o a “la gran tribulación tan temida, para dejar por eso de ofenderte”. Cualquier “evangelio” que se centra sólo en ofertas, de ganga y baratillo, definitvamente no es el evangelio del Nuevo Testamento.
(6) El evangelio cristo-céntrico es el único evangelio verdadero, que juzga y denuncia, igual que Pablo, a todos los “pseudo-evangelios” ex-céntricos y egocéntricos de nuestro tiempo. Su único centro inconmovible es Jesucristo, el Verbo hecho carne, en cuya muerte y resurrección está nuestra única salvación. Llama la atención la ausencia del mensaje de la cruz en los “evangelios” tan populares en estos días. “Me propuse no saber entre vosotros cosa alguna sino a Jesucristo, y a éste crucificado”, porque para nosotros el mensaje de la cruz es “poder de Dios, y sabiduría de Dios” (1 Cor 1:24; 2:2; cf. Fil 3:7-10).
El verdadero evangelio es un mensaje de salvación por la gracia de Dios, pero no por la gracia barata; de justificación por la fe, pero por “la fe que obra mediante el amor eficaz” (Gál 5:6 paráfrasis personal). Jesucristo nos llama a tomar la cruz y seguirlo a él (Mat 16:24), no sólo a ser creyentes o miembros de alguna iglesia y recibir beneficios gratuitos. Nos manda al mundo, no a comerciar con una serie de productos religiosos, ni tan sólo producir simpatizantes “que creen todo lo que os he enseñado”, sino a hacer discípulos, dijo Jesús, “que guarden todas las cosas que os he mandado” (Mat 28:20). Cristo nos llama a todos a la aventura del discipulado radical.
Hay “evangelios” hoy que dan vergüenza al evangelio. Pero del verdadero evangelio podemos decir con San Pablo, “No me avergüenzo del evangelio, porque es poder de Dios para salvación a todos … ” (Rom 1:16).
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