Por Jorge Julio Gonzalez En Biblia.
Un test infalible para conocer la verdad bíblica.
En un artículo de hace más de medio siglo*, un autor se lamentaba del rampante desconocimiento de los textos bíblicos por parte de los creyentes. En nuestros días, decía, son muy pocos de los que se pueda decir, como de Apolos, que son “elocuentes y poderosos en las Escrituras”.
El autor del artículo había conocido el resultado de una investigación de cierto profesor de filosofía de los Estados Unidos que sometió un examen sobre la Biblia a cien estudiantes de Escuela Dominical. De los cien estudiantes, sólo ocho contestaron las preguntas correctamente. Más de la mitad no pudo localizar el libro de Judas, y se dieron como nombres de jueces a Jeremías, Salomón, Daniel y Levítico.
Estaba tan angustiado el hombre que decidió realizar un experimento por sí mismo. Repartió diez preguntas muy sencillas a 43 personas que tenían más de un año de asistir a la iglesia. De los cuarenta y tres interrogados, solo dos contestaron las preguntas correctamente. Ocho no supieron decir la nacionalidad de Jesús. Dieciocho dijeron que la parábola del hijo pródigo se encontraba en el Antiguo Testamento. Trece no sabían cuántos Evangelios hay. Diecisiete no supieron escribir el nombre de un rey de Israel ni el nombre de un discípulo de Cristo. Cuatro no sabían cuál es el primer libro de la Biblia.
El conocimiento, o la ignorancia, de las Escrituras siempre se han intentado medir. En el siglo XVI, un obispo de Inglaterra llamado Hooper tomó un examen a 311 sacerdotes para ver qué tanto conocían de la Biblia. Encontró que 27 no sabían quién era el autor del Padre Nuestro, 30 ignoraban dónde se encontraba éste en el texto bíblico y 168 no pudieron explicar su significado.
Eran tiempos del ABC de los textos sagrados, los cuales parecen haberse superados hoy.
En los días que corren las preocupaciones acerca de la ignorancia de las Escrituras van más allá y giran en torno a la interpretación adecuada de las mismas, no sólo en relación con los grandes temas de la existencia, sino también en asuntos del diario vivir. Pues del desuso de antaño parece haberse pasado al abuso, y son las citas fuera de contexto y la manipulación malintencionada de los textos por toda suerte de interpretaciones oportunistas lo que trae de cabeza a los más preclaros líderes y teólogos cristianos.
En estos tiempos el ejercicio estadístico sobre el conocimiento bíblico se impone hacerlo, por ejemplo, con algunas de las doctrinas de moda, de las que toman al creyente sincero por un crédulo incorregible.
Aunque parezca dificultoso, cualquiera de nosotros puede elaborar un test al respecto de la validez bíblica. Por ejemplo, si algo de lo que escucha o lee sobre la salvación, la vida, la muerte, las mujeres, el matrimonio, la política o las finanzas le suena demasiado extravagante, fantasioso, facilista o sin sentido, probablemente lo sea. Indague entonces un poco más, escudriñe las Escrituras, pues es muy probable que eso que le parece sospechoso tampoco sea una verdad bíblica.
*Me refiero arriba a un artículo de Ismael Amaya, publicado en El Heraldo de Santidad, de Casa Nazarena de Publicaciones, Kansas, EUA, en noviembre de 1958.
Un test infalible para conocer la verdad bíblica.
En un artículo de hace más de medio siglo*, un autor se lamentaba del rampante desconocimiento de los textos bíblicos por parte de los creyentes. En nuestros días, decía, son muy pocos de los que se pueda decir, como de Apolos, que son “elocuentes y poderosos en las Escrituras”.
El autor del artículo había conocido el resultado de una investigación de cierto profesor de filosofía de los Estados Unidos que sometió un examen sobre la Biblia a cien estudiantes de Escuela Dominical. De los cien estudiantes, sólo ocho contestaron las preguntas correctamente. Más de la mitad no pudo localizar el libro de Judas, y se dieron como nombres de jueces a Jeremías, Salomón, Daniel y Levítico.
Estaba tan angustiado el hombre que decidió realizar un experimento por sí mismo. Repartió diez preguntas muy sencillas a 43 personas que tenían más de un año de asistir a la iglesia. De los cuarenta y tres interrogados, solo dos contestaron las preguntas correctamente. Ocho no supieron decir la nacionalidad de Jesús. Dieciocho dijeron que la parábola del hijo pródigo se encontraba en el Antiguo Testamento. Trece no sabían cuántos Evangelios hay. Diecisiete no supieron escribir el nombre de un rey de Israel ni el nombre de un discípulo de Cristo. Cuatro no sabían cuál es el primer libro de la Biblia.
El conocimiento, o la ignorancia, de las Escrituras siempre se han intentado medir. En el siglo XVI, un obispo de Inglaterra llamado Hooper tomó un examen a 311 sacerdotes para ver qué tanto conocían de la Biblia. Encontró que 27 no sabían quién era el autor del Padre Nuestro, 30 ignoraban dónde se encontraba éste en el texto bíblico y 168 no pudieron explicar su significado.
Eran tiempos del ABC de los textos sagrados, los cuales parecen haberse superados hoy.
En los días que corren las preocupaciones acerca de la ignorancia de las Escrituras van más allá y giran en torno a la interpretación adecuada de las mismas, no sólo en relación con los grandes temas de la existencia, sino también en asuntos del diario vivir. Pues del desuso de antaño parece haberse pasado al abuso, y son las citas fuera de contexto y la manipulación malintencionada de los textos por toda suerte de interpretaciones oportunistas lo que trae de cabeza a los más preclaros líderes y teólogos cristianos.
En estos tiempos el ejercicio estadístico sobre el conocimiento bíblico se impone hacerlo, por ejemplo, con algunas de las doctrinas de moda, de las que toman al creyente sincero por un crédulo incorregible.
Aunque parezca dificultoso, cualquiera de nosotros puede elaborar un test al respecto de la validez bíblica. Por ejemplo, si algo de lo que escucha o lee sobre la salvación, la vida, la muerte, las mujeres, el matrimonio, la política o las finanzas le suena demasiado extravagante, fantasioso, facilista o sin sentido, probablemente lo sea. Indague entonces un poco más, escudriñe las Escrituras, pues es muy probable que eso que le parece sospechoso tampoco sea una verdad bíblica.
*Me refiero arriba a un artículo de Ismael Amaya, publicado en El Heraldo de Santidad, de Casa Nazarena de Publicaciones, Kansas, EUA, en noviembre de 1958.