Por Joan Figuerola
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“Pero ante este cuadro puede uno perder la fe”, exclama el príncipe Mischkin (Dostoievski, El idiota) estremecido ante la imagen de Jesucristo crucificado. El mismo Dostoievski padeció un ataque de epilepsia ante la visión del Cristo de Hans Holbein. Si Jesús está muerto también lo está Dios y, de ser así, nada tiene que decirnos. Sin embargo, Cristo resucitó al tercer día como atestigua la fe pascual de la primera comunidad cristiana. Todos los testigos, y digo todos, coinciden en que Jesús vive por obra y gracia de Dios junto a Él para siempre. Este es el signo de esperanza para los hombres de todos los tiempos: la promesa de Dios permanece inquebrantable.
Con Cristo la muerte no queda anulada, pero si vencida. La resurrección indica hacia una vida nueva desligada de las coordenadas espacio-tiempo. Pero yo, hombre del siglo XXI, que ha crecido alimentado por las objeciones contra la religión, cómo puedo creer en Dios y en toda esta historia de un hombre resucitado para mi salvación. La cuestión de la existencia después de la muerte requiere una posición radical. Nadie puede decirnos si después de la muerte viene la nada o la contemplación de Dios en Gloria. Sin embargo, la nada parece poco racional ante la idea de que una vez muertos nos adentramos en la más real de las realidades: Dios. La resurrección de Cristo es una señal suficiente como para confiar en Dios y tener fe en Él.
La razón pura se encuentra, llegados a este punto, ante un paso abrupto y no resta más que estar de acuerdo con el filósofo de Königsberg: el paso de la muerte a Dios es imposible de comprobar empíricamente – lo mismo con la nada –, pero si esperarse mediante la fe. La muerte es cuestión personal, no así la resurrección, por tanto hemos de habérnoslas con Dios y la única actitud real que cabe es la confianza, pues ninguna nave conduce a la vida eterna más que por la laguna de la fe. Quien cree en Dios también cree, consecuentemente, en la vida eterna de Dios.