Por Ingº Mario A Olcese (Apologista)
Hoy quiero reflexionar con ustedes sobre un par de frasecitas que no son poco comunes y pocos frecuentes oír entre personas cultas, y no muy cultas. Me refiero a: “el de arriba” o “al de arriba”.
Resulta que un conocido animador de televisión de mi país, enfermo de cirrosis por tanto beber alcohol, al ser entrevistado, dijo: “Seguramente “el de arriba” me quiere tener a su lado”, aludiendo a su inminente fallecimiento. Igualmente, en otra ocasión, cuando un músico famoso, también de mi país, falleció de problemas cardíacos, uno de sus fans, dijo: “Seguramente el difunto le estará cantando “al de arriba” con todos los ángeles”. Estás expresiones me resultaron, sinceramente, irónicas e irreverentes, porque se está aludiendo al Creador, a nuestro Dios y Padre celestial. Y es que esta gente cree que a Dios se le puede tratar como a un vecino de arriba, que parece solitario y excéntrico, de pocos amigos, y displicente.
Pero yo me pregunto, ¿por qué estas personas no son valientes, y dicen: “Dios” en lugar de “el de arriba” o “al de arriba”? ¿Es qué acaso creer y confesar a Dios les puede resultar embarazoso e impopular ante los demás? ¡Pues eso es exactamente lo que parece! Desgraciadamente, todavía a muchos les resulta incómodo confesar su creencia en Dios en este siglo XXI, donde la evolución y el ateísmo se han extendido entre las mentes más “lúcidas” e “iluminadas” de nuestra sociedad. Por eso, para no desentonar, prefieren mantener “en privado” su fe en Dios, y de paso, evitarse miradas suspicaces y muecas burlonas.
Si Dios, dice Pablo, no se avergüenza de llamarse “Dios de los fieles” (Heb. 11:16), ¿por qué tendríamos nosotros que avergonzarnos por tener que confesar a Yahweh como nuestro Dios ante la gente, salvo, claro, que seamos unos impíos irreverentes e impenitentes?
Si en verdad somos cristianos, entonces debemos enfrentar nuestros temores y confesar a Dios y a Su Hijo ante los demás. Si no lo hacemos, nosotros mismos seremos desconocidos por Dios, y terminaremos perdidos en una fatal condenación eterna (Apo. 3:5).
Hoy quiero reflexionar con ustedes sobre un par de frasecitas que no son poco comunes y pocos frecuentes oír entre personas cultas, y no muy cultas. Me refiero a: “el de arriba” o “al de arriba”.
Resulta que un conocido animador de televisión de mi país, enfermo de cirrosis por tanto beber alcohol, al ser entrevistado, dijo: “Seguramente “el de arriba” me quiere tener a su lado”, aludiendo a su inminente fallecimiento. Igualmente, en otra ocasión, cuando un músico famoso, también de mi país, falleció de problemas cardíacos, uno de sus fans, dijo: “Seguramente el difunto le estará cantando “al de arriba” con todos los ángeles”. Estás expresiones me resultaron, sinceramente, irónicas e irreverentes, porque se está aludiendo al Creador, a nuestro Dios y Padre celestial. Y es que esta gente cree que a Dios se le puede tratar como a un vecino de arriba, que parece solitario y excéntrico, de pocos amigos, y displicente.
Pero yo me pregunto, ¿por qué estas personas no son valientes, y dicen: “Dios” en lugar de “el de arriba” o “al de arriba”? ¿Es qué acaso creer y confesar a Dios les puede resultar embarazoso e impopular ante los demás? ¡Pues eso es exactamente lo que parece! Desgraciadamente, todavía a muchos les resulta incómodo confesar su creencia en Dios en este siglo XXI, donde la evolución y el ateísmo se han extendido entre las mentes más “lúcidas” e “iluminadas” de nuestra sociedad. Por eso, para no desentonar, prefieren mantener “en privado” su fe en Dios, y de paso, evitarse miradas suspicaces y muecas burlonas.
Si Dios, dice Pablo, no se avergüenza de llamarse “Dios de los fieles” (Heb. 11:16), ¿por qué tendríamos nosotros que avergonzarnos por tener que confesar a Yahweh como nuestro Dios ante la gente, salvo, claro, que seamos unos impíos irreverentes e impenitentes?
Si en verdad somos cristianos, entonces debemos enfrentar nuestros temores y confesar a Dios y a Su Hijo ante los demás. Si no lo hacemos, nosotros mismos seremos desconocidos por Dios, y terminaremos perdidos en una fatal condenación eterna (Apo. 3:5).