Por Ingº Mario A Olcese (Apologista)
No hace mucho escuché en una entrevista que le hizo un afamado periodista peruano a una guapa joven monja de un claustro limeño, en la cual ella le confesaba a su interlocutor que se había hecho monja de clausura para llegar a ser una verdadera santa de la iglesia, es decir, una virtuosa y ejemplar hija de Dios. Realmente me sentí muy sorprendido por tal declaración, ya que yo jamás había leído en las Santas Escrituras que para llegar a ser un santo era necesario recluirse en cuatro paredes y vivir en una permanente contemplación o meditación. Debo decir, sin embargo, que a esta joven monjita se le veía feliz, aunque claro, todavía era para mí muy prematuro hacer un juicio sobre si su decisión fue acertada o no, pues ella aún tenía muy poco tiempo viviendo en dicho recinto hermético, donde le requerían vivir totalmente alejada de sus parientes, amigos e intereses “mundanales”.
En diferentes oportunidades yo había escuchado de monjas de clausura que no vivían tan felices que digamos, y recuerdo el caso en particular de una señora que ocasionalmente le dejaba recados a su hermana monja, donde escondía cassettes del afamado pianista Richard Clayderman, de quien la monja estaba platónicamente enamorada. Me imagino cómo estaría de atormentada aquella monjita sin poder escuchar personalmente a su galán platónico, sino sólo en la privacidad de su dormitorio, y a escondidas de las madres superioras por temor a los reproches. Sin duda, muchas monjitas deben estar viviendo ahora un martirio en la soledad de sus celdas, arrepentidas por momentos de haberse privado de tener su hogar propio como cualquier dama aspira debido a su propia naturaleza de mujer. Este sentir, si bien puede pasar desapercibido en los primeros años de la vida monacal, en la madurez puede volverse angustiante y hasta enloquecedor.
También recuerdo el día cuando me detuve para descansar dentro de un templo católico que lindaba con un claustro donde vivía un número regular de monjas en reclusión permanente. Lo que sucedió momentos después me hizo ver que la vida monacal no está lejos de ser inocua, y por el contrario, parece trastornar a muchos de sus acogidos en un mayor o menor grado. Resulta que mientras reposaba en una de sus bancas, de pronto salió corriendo una monjita gritando desaforadamente hacia la capilla, la cual estaba separada por una malla de madera, y pronunciando palabras tan obscenas que sólo podían salir de labios de una endemoniada, o de una paranoica, para ser más técnicos. Y pese a los esfuerzos de cinco personas del convento, éstas no lograban zafarla de la malla divisoria a la cual se había aferrado como un oso gris, hasta que por fin lograron sujetarla con fuerza y meterla al recinto con tremendo escándalo. Asustado me pregunté: ¿Qué le pasará a esta monjita tan necesita de los favores de un caballero fogoso? ¡Seguramente no soporta más el encierro y necesita urgentemente un esposo que la ponga en Fa, me dije! …Caray, después de ser testigo de tan vergonzoso suceso, me pregunté: ¿Se puede llegar a la santidad en estos siniestros claustros que parecen mazmorras?
Sin duda la santidad no se logra huyendo de la tierra para vivir sepultados bajo techos de ladrillo y cemento. La historia de la iglesia Católica está repleta de inmoralidades practicadas por monjas y monjes que decidieron dedicar sus vidas monásticas al Señor. Se sabe que claustros y conventos en la Europa medieval fueron antros del vicio y de la corrupción, hasta el punto que se hablaba de las monjas posesas de un convento completo de ursulinas de loudun, en Francia, en el siglo XVII. Así que ni los conventos ni los claustros se salvan de los ataques diabólicos, y no sirven para santificar a ningún devoto.
El santo está llamado para que su luz brille en el mundo y se haga notoria su distinción. ¿Pero puede lograrse esto si las monjas o monjes deciden vivir encerrados en cuatro paredes para meditar y rezar sin que nadie los vea jamás?¿No se dan cuenta las monjitas de clausura que encerradas de por vida como si fueran delincuentes imperdonables jamás podrán alumbrar el mundo con su luz? La luz se pone en lo más alto para que todos la vean y así alumbre a todos los hombres que viven en tinieblas espirituales. ¿Nos damos cuenta ahora de lo peligrosa e infructífera que es la vida monástica del catolicismo o la de cualquier monje o monja de cualquier otra religión del mundo?
No hace mucho escuché en una entrevista que le hizo un afamado periodista peruano a una guapa joven monja de un claustro limeño, en la cual ella le confesaba a su interlocutor que se había hecho monja de clausura para llegar a ser una verdadera santa de la iglesia, es decir, una virtuosa y ejemplar hija de Dios. Realmente me sentí muy sorprendido por tal declaración, ya que yo jamás había leído en las Santas Escrituras que para llegar a ser un santo era necesario recluirse en cuatro paredes y vivir en una permanente contemplación o meditación. Debo decir, sin embargo, que a esta joven monjita se le veía feliz, aunque claro, todavía era para mí muy prematuro hacer un juicio sobre si su decisión fue acertada o no, pues ella aún tenía muy poco tiempo viviendo en dicho recinto hermético, donde le requerían vivir totalmente alejada de sus parientes, amigos e intereses “mundanales”.
En diferentes oportunidades yo había escuchado de monjas de clausura que no vivían tan felices que digamos, y recuerdo el caso en particular de una señora que ocasionalmente le dejaba recados a su hermana monja, donde escondía cassettes del afamado pianista Richard Clayderman, de quien la monja estaba platónicamente enamorada. Me imagino cómo estaría de atormentada aquella monjita sin poder escuchar personalmente a su galán platónico, sino sólo en la privacidad de su dormitorio, y a escondidas de las madres superioras por temor a los reproches. Sin duda, muchas monjitas deben estar viviendo ahora un martirio en la soledad de sus celdas, arrepentidas por momentos de haberse privado de tener su hogar propio como cualquier dama aspira debido a su propia naturaleza de mujer. Este sentir, si bien puede pasar desapercibido en los primeros años de la vida monacal, en la madurez puede volverse angustiante y hasta enloquecedor.
También recuerdo el día cuando me detuve para descansar dentro de un templo católico que lindaba con un claustro donde vivía un número regular de monjas en reclusión permanente. Lo que sucedió momentos después me hizo ver que la vida monacal no está lejos de ser inocua, y por el contrario, parece trastornar a muchos de sus acogidos en un mayor o menor grado. Resulta que mientras reposaba en una de sus bancas, de pronto salió corriendo una monjita gritando desaforadamente hacia la capilla, la cual estaba separada por una malla de madera, y pronunciando palabras tan obscenas que sólo podían salir de labios de una endemoniada, o de una paranoica, para ser más técnicos. Y pese a los esfuerzos de cinco personas del convento, éstas no lograban zafarla de la malla divisoria a la cual se había aferrado como un oso gris, hasta que por fin lograron sujetarla con fuerza y meterla al recinto con tremendo escándalo. Asustado me pregunté: ¿Qué le pasará a esta monjita tan necesita de los favores de un caballero fogoso? ¡Seguramente no soporta más el encierro y necesita urgentemente un esposo que la ponga en Fa, me dije! …Caray, después de ser testigo de tan vergonzoso suceso, me pregunté: ¿Se puede llegar a la santidad en estos siniestros claustros que parecen mazmorras?
Sin duda la santidad no se logra huyendo de la tierra para vivir sepultados bajo techos de ladrillo y cemento. La historia de la iglesia Católica está repleta de inmoralidades practicadas por monjas y monjes que decidieron dedicar sus vidas monásticas al Señor. Se sabe que claustros y conventos en la Europa medieval fueron antros del vicio y de la corrupción, hasta el punto que se hablaba de las monjas posesas de un convento completo de ursulinas de loudun, en Francia, en el siglo XVII. Así que ni los conventos ni los claustros se salvan de los ataques diabólicos, y no sirven para santificar a ningún devoto.
El santo está llamado para que su luz brille en el mundo y se haga notoria su distinción. ¿Pero puede lograrse esto si las monjas o monjes deciden vivir encerrados en cuatro paredes para meditar y rezar sin que nadie los vea jamás?¿No se dan cuenta las monjitas de clausura que encerradas de por vida como si fueran delincuentes imperdonables jamás podrán alumbrar el mundo con su luz? La luz se pone en lo más alto para que todos la vean y así alumbre a todos los hombres que viven en tinieblas espirituales. ¿Nos damos cuenta ahora de lo peligrosa e infructífera que es la vida monástica del catolicismo o la de cualquier monje o monja de cualquier otra religión del mundo?