Por el Dr. Javier Rivas Martínez (MD)
« No a nosotros, oh Jehová, no a nosotros, Sino a tu nombre da gloria, Por tu misericordia, por tu verdad» (Sal. 115:1).
Ontológicamente hablando, la trinidad es una descabellada contradicción delante del monoteísmo hebraico. Si la Biblia afirma que Dios es «uno» (echad, heb.), como «persona», claro está, que «uno» es, y no «uno» compuesto por otras más «personas» o fracciones. Considerar a Dios como “triuno”, incurriríamos a un claro e innegable politeísmo. Menos de «uno» no es “dos”, ni “tres”. Es imposible que Dios siendo «uno» se le pueda fragmentar en “dos” o en “tres”. Aritméticamente, esto no puede proceder. Pablo no vacila en decir que Dios, el Padre de Jesucristo, es «uno» solo:
«…para nosotros, sin embargo, sólo hay un Dios, el Padre, del cual proceden todas las cosas, y nosotros somos para él…» (1 Co.8:6 a).
No hay un «sin embargo» en el texto mismo que señale o nos lleve a elucubrar que Cristo comparta la naturaleza deífica del Padre. Entre Cristo, el Hombre, y el Padre Dios, existe una notable diferencia y separación:
«… y un Señor, Jesucristo, por medio del cual son todas las cosas, y nosotros por medio de él» (1 Co. 8:6 b).
En otra parte, con la misma tónica:
«Porque hay un solo Dios, y un solo mediador entre Dios y los hombres, Jesucristo hombre…» (1 Tim. 2:5).
Para el «Investido de Dios», para quien «las cosas de arriba no son locura» (1 Co.2:14), el admitir sin juicio y con liviandad una trinidad incapaz de comprenderse por la razón humana, por cualquier lado que sea vista, le sería por demás absurdo. Ninguna destreza, truco o hábil vuelco de la mente resultaría convincente para adherirlo con gusto y júbilo a tan semejante perversidad.
Durante el gobierno de Constantino, hubo contradicciones teológicas entre los cristianos de Antioquia y de Alejandría. Para Constantino, este antagonismo de pensamientos dogmáticos religiosos fue percibido como un peligro, como una amenaza para la unidad política de su vasto imperio. Los cristianos de Antioquia consideraban a Cristo como un ser preexistente, eterno, divino, que vino a manifestarse como hombre, como un ser humano. La otra facción, la de los cristianos alejandrinos, bajo el flujo de la marea del paganismo secular griego, sostenían que Jesús únicamente parecía ser una persona humana (la palabra «parecer», viene de palabra griega «docético»: Gnosticismo docético). Para los cristianos de Alejandría, el “salvador y dios descendió” para apropiarse de un cuerpo humano. Esto dio pie a la creencia de una naturaleza humana impersonal del “agente divino”. Dentro del grupo de personas que vivían alrededor de Antioquia, emanó una idea diferente en cuanto la naturaleza de Cristo. Sin omitirse la unicidad de Dios, se pensó que Cristo había sido uno “creado”. Arrio defendió con tremebundo arrojo que Cristo tuvo un principio, un origen, pero sin negar su preexistencia. Dijo que quizás éste no fue alguna vez eterno ni coeterno con el Padre. Arrio consiguió muchos prosélitos bajo el estandarte de esta disimulada postura cristológica en territorio alejandrino, pero durante el transcurso de su promulgación en Egipto, Arrio fue con gran celeridad excomulgado.
Estos puntos de vista tan contrarios trajeron una inquietante preocupación a «El Víctor Constantino». La religión tuvo un papel determinante en el equilibrio social del imperio romano de Constantino en el Siglo IV. Por tal causa, fue de importancia vital que el Estado controlara el sistema religioso para evitar futuras revueltas y subversiones que comprometieran negativamente la imagen de Constantino y su gobierno.
Temiendo que estos desacuerdos teológicos viniesen a desencadenar enfrascamientos violentos y un tambaleo que afectara la mesura y el comedimiento social de su reino, una división del imperio, ya que anticipadamente había fracasado en conciliar las dos partes opuestas, de disputas enconadas, Constantino envía a las partes contradictorias sendas cartas de conciliación para darle fin a las controversias y llegar a un acuerdo teológico común. Aunque ignorante en las diferentes cuestiones teológicas que le habían quitado el sosiego, y tal vez, el sueño continuo, el “endiosado” emperador se jactó de conocerlas a la “perfección”. El tema a discutir, la naturaleza de Cristo y la Deidad. La reunión se fechó en el principio del verano del año 325 DC. en un pueblo junto al lago de Nicea, en el noroeste de Turquía.
Entre los que presidían este “santo concilio” para tomar una decisión unánime y definitiva, estaba el estrambótico ermita Jacobo de Nisibis, que vestía piel de cabra acompañado de una “corte” de molestos moscos, San Nicolás (el arquetipo del Santa Claus moderno), y por supuesto, el propio Constantino, de falto saber Escritural, que decidieron en conciente acuerdo a favor de los teólogos de Alejandría, arropados bajo el manto de le filosofía griega, liderados por Atanasio. Fue en este concilio insurrecto ante los ojos de Dios en que Cristo se tornó como la segunda persona de la “deidad”, como “uno coigual al Padre”, donde fue constituido como “eterno dios”. Y eso no es todo: Un siglo después, el espíritu santo es por indiscutible fallo y oficio declarado como la “tercera persona de dios”. A partir de este momento, la profanía trinitaria secular se encontraba ataviada y lista para hacer honda mella en los siglos venideros dentro del marco protestante y católico. La herejía de “uno de tres cabezas” engendrada de la mixtura filosófica griega-bíblica, derrocó el monoteísmo hebreo, pisoteándolo en “cuerpo entero”, desechando injustificadamente con desdén la veracidad del «Dios Unipersonal».
No cabe la menor duda que Constantino se salió con la suya. Con el fin de proteger su imperio de potenciales revueltas a causa de las candentes rivalidades doctrinales suictadas en ese tiempo, Constantino propuso un concilio en Nicea en que el «paganismo griego cristianizado» fue el único vencedor, mas los hombres ignorantes y ciegos que lo aprobaron, y los que lo siguen aprobando en el presente tiempo, los únicos vencidos y condenados.
El concilio de Nicea fue el fundamento principal para la estructuración posterior y completa del debacle pagano trinitario que salió de su profundo abismo para extenderse universalmente como maligna y enlutada sombra, institucionalizada ya por el poder católico romanista. Un hecho sin precedentes que estando establecido acarrearía en el futuro la terrible consecuencia de poner a millones y millones de seres humanos en la vía imperceptible de la muerte eterna.
La decisión tomada por Constantino en este concilio de intereses personales fue prioritaria para que el dogma trinitario se arraigara con grande fuerza en el corazón del protestantismo histórico y mundial.
Para quienes no conocen la vida de Constantino, el venerado súper campeón de la «apóstata iglesia romana», la historia escribe con letras de sangre que fue un desmesurado homicida. Se sabe que después del concilio de Nicea, en el año 326 DC. mandó a asesinar a su primer hijo, Crispus; por si poco fuera esto, hizo matar a Fausta, su segunda esposa; a Licinianus, su sobrino; a Liciano, el marido de su hermana. Constantino, con actitud inmisericorde, asesinó a un rival de guerra dado por derrotado. Constantino, que no tenía nada de cristiano, pero que afirmaba tal cosa, ordenó la deificación de su padre y se autonombró como el “apóstol decimotercero”. Consideró que cada religión debía de respetarse, y fue adorador ferviente del Baal Solar (“Sol Invictus”). Constantino, “el cristiano”, hizo fabricar un arco de triunfo al “dios sol” en la ciudad de Constantinopla, y una estatua al mismo “dios” con sus rasgos fisonómicos. Al morir, fue deificado como “divino ser”. Fue Constantino, el “fiel amante” de Dios y de su Cristo, el que decapitó a su cuñado, el que despedazó a miles de prisioneros Francos en la arena de la muerte, indiferente a la persecución de los cristianos de aquella época por el cruel Diocleciano, de los hijos de Dios que rechazaron la adoración a los ídolos paganos que «no ven, ni oyen, ni huelen, ni sienten, y que están muertos como el que los hace» (Sal. 115). Constantino fue egoísta, petulante y despiadado al extremo. Aun después de su supuesta “conversión”, Constantino jamás se deshizo del título que lo reconocía como “máximo pontífice”, además siguió practicando tanto ritos paganos como cristianos. En las monedas acuñadas en ese tiempo, para agradar a los “creyentes en cristo”, Constantino colocó el símbolo de la cruz, y en la otra cara a Marte y Apolo.
Constantino fue el primero en formalizar el sincretismo pagano- cristiano conocido, en su precisa cristalización, como la “iglesia católica romana”, que germinó en el concilio ecuménico más trascendental y dañino para la Iglesia Cristiana en todos los tiempos. Fue Constantino el que corrompió y degradó el cristianismo, conduciéndolo a creer en un “dios” formado por “dos personas”. No tuvo que pasar mucho tiempo después para que este cristianismo de perecederos horizontes abrazara el dogma del “dios trinitario”. Constantino fue la piedra angular para la intromisión en el cristianismo de esta mentira anti monoteísta.
Paradójicamente, mientras el protestantismo se queja de muy mala gana de la idolatría del romanismo católico, éste vino para contagiarle abierta, y lo peor de todo, con consentimiento de causa, su virulenta y destructiva enfermedad del “dios tricocéfalo”.
Dios es «uno», y no “tres”:
«Oye, Israel: Jehová nuestro Dios, Jehová uno es» (Dt.6:4).
«Porque así dijo Jehová, que creó los cielos; él es Dios, el que formó la tierra, el que la hizo y la compuso; no la creó en vano, para que fuese habitada la creó: Yo soy Jehová, y no hay otro» (Is. 45:18).