Por el Dr. Javier Rivas Martínez.
El alcance de la promesa del Reino Dios en la Tierra que fue dada en un principio a Abraham es de largo alcance y abarca todas las naciones del mundo (Gn.12:2-3; 15:5, 7; 17:4-6) y que inicia con Israel (Gn.13:15-17; 15:18; Gn.17:8). Dios le dijo a Abraham que su descendencia estaría en Tierra ajena como esclava y oprimida por un período de cuatrocientos años, bajo la autoridad tiránica del Señor de la Casa en Egipto (Gn.15:13; Ex.1, 13). De Egipto, Israel fue liberado por el terrible poder de Dios en manos de Moisés (Ex. caps.7-14) y por medio de Josué fue introducido a la Tierra de Cannán. Después de un éxodo de cuarenta largos años por el desierto, Israel se establece como nación territorial (Ex.16:35; ver libro de Josué). Posteriormente, en el Israel teocrático, Dios promete en un pacto hecho con el rey David que su casa sería afirmada para siempre y su Reino eterno, entendiéndose como «eterno» en este sentido: de largo tiempo pero limitado: en griego, aionios (1 Co.15:24-28) o sea, de Mil años literales (Ap.20:4-6) y el Señor Jesucristo, del linaje del David, su Hijo (Mt.1:1; Lc.1:31-32), se encargará de gobernarlo (Lc.1:33).
«La simiente de la mujer» que habla Ge. 3:15, es la misma «simiente» que Dios promete a Abraham en el tiempo de su salida de Ur de los Caldeos (Gn.11:31; 15:7) la cual es Cristo (Ga.3:16), para que la bendición de Abraham alcanzará a los gentiles, «a fin de que por la fe recibiésemos la promesa del Espíritu» (Ga.3:14), ya que «el justo por la fe vivirá» (Hab.2:4; Ga.3:11) y que este por este hecho podrá obtener la manifestación de la promesa antiquísima que es la herencia del Reino de Dios (Hech.1:3) en la Tierra (Sal.2:8-9; Mt.5:5; Ga.3:29; Stg.2:5;Ap.2:25-27), por la justicia de la fe, como se comento ya (Ef.2:8), y no por la Ley (Ro.4:13-14; Ga.3:18). De esa manera, la justicia de Dios es imputada en aquellos que han creído en Cristo como el Salvador del mundo (Fil.3:20), viniendo a ser hijos de Dios por potestad y por adopción (Jn.1:12; Ef.1:5). Por tal cosa, la barrera de la separación entre judíos y gentiles queda derribaba por Cristo para hacer un solo pueblo de los dos. Esta barrera de separación corresponde a la ley mosaica, y simbólicamente hablando corresponde también al muro del templo que separaba el atrio de los gentiles del atrio de los judíos, donde había una prohibición escrita en hebreo y en griego en la piedra para que ningún gentil se atreviera a desobedecerla ya que se castigaba con la muerte (Ef.2:14). Con Cristo, tenemos entrada, tanto judíos como gentiles, por un mismo Espíritu, al Padre (Ef.2:18), para ser conciudadanos de los santos y miembros de la familia de Dios (Ef.2:19), herederos de Dios y coherederos de Cristo cuando seamos glorificados para recibir la bendición del mundo regenerado en la segunda venida del Señor Jesucristo (Mt.19:28; Lc.8:17-23; 21:27-28).
La principal promesa de Dios se centra en la herencia del reino apocalíptico y terreno par quienes son suyos. Por infortunio, los maestros de la prosperidad nunca hablan de esta herencia prometida y milenaria, e incitan apasionadamente, en una doctrina ya formalizada por ellos mismos y herética a más no poder y que recibe el nombre de «Súper Fe», a las ovejas ignorantes en las Escrituras de sus congregaciones a buscar primeramente las cosas materiales del mundo depravado y adverso a Dios, y que habrán de perecer con él y también los que las busquen con desenfreno insano, hágase llamar cristiano, o no (Pr.11:28; 27:24; Ec.5:10; Mt.6:24; 13:22; Mr.10:23; 2 Co. 4:18; 1Tim. 6:17; 1 Jn.2:15-17). Uno de los truco más exitosos de los maestros de la prosperidad para hacerse ricos, es obligar a los creyentes «tapados» (porque así quieren estar, por no hacer caso al buen consejo bíblico) a dar para lo obra de Dios para que él les multiplique los que han dado de «corazón» (yo le llamo corazón convenenciero: «doy y más me das», muy lejos de: «Más bienaventurado dar que recibir», según Hech.20:35). No pocos todavía esperan el «milagrito verde», y lo seguirán esperando vanamente hasta el día en que el Señor les diga: «Nunca os conocí; apartaos de mí, hacedores de maldad» (Mt.7:23).
Los creyentes en Cristo tendrán que convencerse que el Reino de Dios no es la búsqueda primera de las cosas materiales (no es comida ni bebida), sino uno de justicia, paz y gozo (Mt. 6:33; Ro.14:17), y que será fundado en la era venidera, en la renovación del mundo, y que no es «el tercer cielo» en el que habita Dios (2 Co.12:2), la Eternidad (Is.57:15 ), como han creído con engaño los cristianos pálidos en la fe: «que van a morar allá con Dios y su Hijo Jesucristo al morir», idea que se desprendió en la antigüedad del platonismo pagano y que se introdujo en la Iglesia de Cristo inmediatamente después de su establecimiento. De lamentable manera, muy pocos de ellos hablan de esperar en la resurrección de los muertos para vida eterna (Jn.5:29a), tal como lo declaró Marta, un poco antes del evento milagroso de parte del Señor, cuando levantó a su hermano Lázaro del los muertos, del oscuro y silente sepulcro (Jn.11:24). Tan importante la resurrección futura de los salvos, porque a través de ella será consumada su salvación, por medio de un cuerpo glorificado, es decir, trasformado para ser apto para el tiempo milenario (Mt.24:31; 1 Co.15:51; 1 Ts.4:17), porque «la carne y la sangre no pueden heredar el Reino de Dios» (1 Co.15.50).
En estos tiempos de la apostasía postrera (1Tim.4:1), doctrinas torcidas como la inmortalidad del alma, han hecho creer y esperanzar falsamente a los cristianos profesantes en una vida literal en la misma gloria del Dios Creador (y dicen unos que no son soberbios) y en forma almática. Esto no es más que una herejía de alto calibre y condenación, una blasfemia que pone en tela de juicio el carácter verdadero de la resurrección de los muertos y que define absolutamente para vida eterna o para muerte eterna (Dn. 12:27; Jn.5:25, 28-29; Ap.20:4-6).
Concluimos, pues, diciendo, que las promesas del pacto de Dios con Abraham tendrá cumplimiento en la futura Tierra regenerada para con su descendencia, en la era milenaria (Is.10:21-22; 19:25; 43:1; Jer.30:22; Ex.34:24; Mi.7:19-20; Zac. 13:9; Mal.3:16-18).
Cristo, el Renuevo de Jehová (Is.4:2), Cristo como Emmanuel, «Dios con nosotros» (Is.7:14), se manifestará físicamente a los naciones cuando regresé nuevamente al mundo (Dn.7:13-14, 27; Zac.14:4; Mr.16:26-27) para juzgarlo en el valle de Josafat (Jl.3:2, 12; Mt.25:31-46), y para gobernarlo como Rey de reyes y Señores de señores (Ap.19:16), como el Soberano de los reyes de la Tierra (Ap.1:5), con sus fieles súbditos en justicia y en amor por Mil años (Sal. 2:8; Is. 9:7; 11:5, 10, 12; Zac.14:16; Mt.25:34; Ap.20:4-6).
Y si muchos aún siguen en la terquedad de «ir a morar en el cielo de Jehová algún día», déjenme decirles con certidumbre bíblica (porque todo lo que está escrito aquí, así como los demás artículos que se encuentran en los blogs nuestros, se encuentran sustentados con la Palabra de Dios, con la Biblia en la mano; nada hay mentalmente elucubrado con seguridad. ¡Líbrenos Dios de caer en heretismos y blasfemias!, porque se pagará caro el conciliarlos), que la Ciudad de Dios, la Nueva Jerusalén, descenderá preciosa y ataviada del cielo (Ap.21:2), para que los Hijos del Dios Altísimo en la era posmilenaria, es decir, cuando se manifiesté el Reino Eterno, después de que Cristo haya entregado el poder al Dios Padre (1 Co.15:24) moren en ella: «en la casa de mi Padre muchas moradas hay» (Jn.14:2-3). Cuando la Nueva Jerusalén descienda del cielo, quedará establecida en la Tierra Nueva (Ap.21:1), donde la justicia de Dios morará eternamente, para siempre (2 P.2:13).
Dios les bendiga mis hermanos y amigos de buen entender y que nos visitan con gusto.
Los dejo con este precioso texto, uno de mis favoritos:
«Bienaventurados los mansos, porque ellos recibirán la tierra por heredad» (Mt.5:5).